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¡Cómo les duele la unión de nuestros pueblos!

Publie le Lunes 19 de junio de 2006 par Open-Publishing
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A 180 AÑOS DEL CONGRESO DE PANAMA... ¡CÓMO LES DUELE LA UNIÓN DE NUESTROS PUEBLOS!

Los países de Latinoamérica no podremos librarnos del atraso, la explotación y el sometimiento si no es uniéndonos en una federación capaz de hacerse respetar ante el imperio. Esa es una tarea de pueblos. Pueblo unidos, conscientes y bien despiertos. Pueblos capaces de constituir una sociedad de Estados Socialistas en nuestra América

El próximo 22 de junio se cumplirán 180 años de la instalación del Congreso Anfictiónico de Panamá. Bolívar, mágico adelantado, quiso formar una confederación de naciones iberoamericanas desde el sur del río Grande hasta la Patagonia.

En la cumbre de los movimientos independentistas, Bolívar quiere adelantarse a lo que sería -de no hacerlo-, la mera sustitución del imperio español por un nuevo imperio. Era el momento de consolidar las bases de las repúblicas nacientes.

Era llegado el momento de la unión que se opusiera con posibilidades de éxito a las graves amenazas que sobre las nacientes repúblicas se cernía. De un lado los posibles intentos de reconquista de la corona española apoyada por la Santa Alianza y del otro la voracidad del ya temible imperio en ciernes de los Estados Unidos.

El Congreso Anfictiónico de Panamá fue evidentemente el más grande sueño de Bolívar. Allí debían echarse las bases de una gran nación formada por una asociación de repúblicas que, tanto por su extensión, población y riquezas como por su fuerza moral, representaría un verdadero polo de poder en el concierto de las naciones del mundo.

Lamentablemente, ayer, como hoy y siempre, a las miras superiores en grandeza y generosidad se oponen los intereses mezquinos, las mentes liliputienses, la ambición miserable y la supremacía de los privilegios. Bolívar se encontraría en su camino con el insuperable obstáculo de las oligarquías regionales de latifundistas y comerciantes sin corazón ni amor por la patria ni el ser humano

Cuanta pequeñez y miseria! Hoy, cuando el gran sueño bolivariano viene a nuestro recuerdo con fuerza, de nuevo nos encontramos ante la misma batalla. De nuevo los mismos intereses apátridas se oponen con todas sus fuerzas al proyecto integrador encarnado en la Revolución Bolívariana y el presidente Hugo Chávez. ¡Cuan gritan esos malditos! ¡Cómo les duele la unión de nuestros pueblos!.

Supeditados a los intereses extranjeros, estos descendientes en esencia de Santander, Páez y el Dr. Miguel Peña, se revuelven enloquecidos al percibir el despertar de los pueblos y su vocación de unidad.

En Venezuela, especialmente ciertos sectores vacilantes y reformistas dentro del bolivarianismo tienen que saber que el éxito del proceso venezolano pasa inexorablemente por la unión de nuestros pueblos. Solos y divididos más temprano que tarde seremos barridos de la faz de la tierra. Los titánicos esfuerzos del Comandante Chávez por la unidad latinoamericana tiene que ser respaldada, asumida y comunicada sin vacilaciones, con reciedumbre y fidelidad absoluta.

Así como no hay revolución en Venezuela sin Chávez, no la habrá sin la unidad de nuestros pueblos. Proyectos como el ALBA son la clave. Eso lo sabe la oligarquía criolla y sus amos imperialistas y de allí la tenaz campaña contra los convenios de cooperación y solidaridad que lleva adelante el presidente Chávez.

Chávez sólo está interpretando con fidelidad absoluta lo que estaba claro en el pensamiento de nuestros libertadores. Esa fiel interpretación explica la ferocidad del ataque de las hienas de todas las horas. No se propone una especie de nación única sino una confederación de naciones que conserven sus rasgos particulares. Un concierto de naciones unidas en propósitos comunes.

Una unión de los pueblos donde lo político prevalezca por sobre cualquier otro interés subalterno. En la carta de Jamaica, el Libertador presenta la idea con claridad meridiana. Apela a lo que es más sustantivo: la comunidad de origen, lengua y costumbres de sus pueblos. Por eso elige el centro del nuevo mundo, el istmo de Panamá para que fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos.

Todos debemos estar convencidos de la grandiosidad de mirada del comandante Chávez. Estoy persuadido de que, si no fuese así -si Chávez no estuviese profundamente convencido de lo imprescindible de la unión-, le sería mucho menos gravoso dedicarse a obtener la aceptación política de la gente en Venezuela aplicando todos los recursos a la solución de nuestros propios problemas, que llevar adelante el gigantesco esfuerzo de unidad que está haciendo y que tantas críticas le obtiene de la mano de propagandistas al servicio del aparato mediático.

El esfuerzo exige la unión espiritual de todos los que defendemos el proceso de revolucionario. No puede haber fisuras. Hemos de saber, con total certidumbre, que lo que está en juego es la existencia misma del proceso revolucionario. Solos no podremos. Unidos o hundidos, ese es el dilema.

Los países de Latinoamérica no podremos librarnos del atraso, la explotación y el sometimiento si no es uniéndonos en una federación capaz de hacerse respetar ante el imperio. Esta grandiosa tarea jamás podrá ser emprendida por las burguesías nacionales de nuestras naciones completamente entregadas y prostituidas al imperialismo.

Esa es una tarea de pueblos. Pueblo unidos, conscientes y bien despiertos. Pueblos capaces de constituir una sociedad de Estados Socialistas en nuestra América. Ese es el desafío y no la pérdida de tiempo y esfuerzo en cosas pequeñas.

Martín Guédez

Viejoblues, un espacio libre ∆

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Mensajes

  • Que extraño, alguno paises latinamericanos lo han logrado sin necesidad de ninguna federacion panlatinoamericana.

  • El fenómeno de la americanización
    Lo sé: una buena parte, quizá mayoritaria, de los lectores de estos articulos no estará de acuerdo con el contenido. y la razón es obvia: millones de latinoamericanos se autocalifican de nacionalistas y de antiimperialistas y estas reflexiones chocarán con sus creencias. Son personas que gustosamente expulsarían de su país a las multinacionales, esos pulpos planetarios a los que suelen hacer responsables del saqueo económico o de la complicidad con el tirano de turno. Porque cuando se grita, con más pasión que reflexión, «yanqui go home» se está gritando contra ese yanqui ostensible y anunciado que se llama ITT,Microsoft o General Motors. Ese es el yanqui que los radicales quisieran ver lejos de sus fronteras. Sin embargo, una mirada más penetrante al problema quizá les fuese útil a los grupos radicales. Por ejemplo, un rápido análisis de nuestro entorno nos revela una verdad de Perogrullo: nuestras vidas, inexorablemente, se van norteamericanizando a un ritmo creciente e inevitable. Nuestra América, pese a las leyendas indigenistas, es una prolongación de Europa a la que los Estados Unidos, cada vez con mayor fuerza, le imprimen el carácter de su civilización. Yanqui es la forma de instalar una prótesis, de marcar las señales de tráfico, de celebrar ciertas fiestas, de organizar un manicomio, un cuartel de bomberos, un ejército, una estación de radio, un aeropuerto, una universidad, un almacén de víveres, una biblioteca. Yanqui es, o va siendo, el método de luchar contra las enfermedades, de recluir a los ancianos, de regir el comercio, de contabilizar las pérdidas o las ganancias, de distribuir el agua y la electricidad o de instalar las líneas telefónicas. Yanquis -en suma- no son únicamente los artefactos que pueblan nuestra existencia, sino además la sucesión de actos en los que invertimos nuestro tiempo, es decir, nuestro quehacer vital y nuestro modus operandi. Y aquí llegamos, exactamente, al meollo de la cuestión. Lo importante, el signo decisivo de nuestra época, no es que las multinacionales, casi todas norteamericanas, dominen el comercio mundial, sino que la sociedad norteamericana, aun sin proponérselo, exporta su quehacer, su modo de vivir, sus formas de realizar los hechos, grandes y pequeños, que conforman nuestras vidas. Obviamente, frente a la importancia capital de este fenómeno incontrovertible, el tema de la existencia de las multinacionales pierde toda urgencia. Y si yo fuera marxista, que no lo soy, opinaría que las multinacionales -esos yanquis a los que nuestros patéticos radicales, enfundados en bluejeans y fumando «Winston», mandan constantemente a casa- no son más que una expresión de la superestructura, mientras que el otro fenómeno, el fenómeno de que los pueblos latinoamericanos asuman voluntaria y totalmente los ademanes y el estilo de vida de los Estados Unidos, pertenece a la estructura primaria, al mecanismo central, al corazón de nuestro modelo social.
    QUE HACER
    Frente a este panorama, tampoco es extraño que se alcen las voces de ciertos nacionalistas empeñados en salvar el patrimonio tradicional de las naciones hispanoamericanas. Curiosamente, estos especímenes gozan de un gran prestigio revolucionario, porque quien predique contra lo extranjero, o los extranjeros, siempre encontrará un auditorio dispuesto a aplaudir hasta el delirio. Sin embargo, una observación más seria del problema nos lleva inevitablemente a proponer la alternativa contraria: si hay solución a los malesde América Latina, ésta no consiste en cerrar las fronteras a las influencias extrañas, sino en abrirlas de par en par, de una manera consciente, tras admitir que el concepto nación, aunque fuertemente instalado en nuestras creencias, prácticamente ha perdido toda vigencia en nuestro momento histórico, en la medida en que nuestras sociedades se uniforman con bastante celeridad tras el modelo que proyectan los Estados Unidos. Esa imitación del quehacer norteamericano por parte de todos los paises de planeta incluso toda Europa ,es pues la evidencia, el síntoma de un fenómeno planetario de muy difícil modificación en un futuro cercano. De nada vale bramar contra los blue-jeans o el rock, porque éstos son únicamente los retoques cosméticos de un profundo proceso de transculturización en el que se inscriben los antibióticos, la televisión,la computadora, el jet y hasta el debate ideológico abstracto, porque también nos llegan del frío la contracultura, la antisiquiatría, las preocupaciones ecológicas y casi todos los puntos de vista que animan nuestros cotarros intelectuales. La realidad es terrible pero no podemos dejar de asumirla: nuestro cerebro, el cerebro de nuestra sociedad, queda fuera de nuestras fronteras, y -por mucho que nos pese- no hay manera de prescindir de este órgano. Lo razonable, pues, es aceptar, con toda humildad, que la especie humana se desplaza hacia un modelo de sociedad que no es generado por nosotros, y que ese proceso de creciente uniformidad parece ser irreversible. Tampoco hay forma de darse de baja, porque no se puede encapsular una nación a que se resista al tirón impetuoso de los centros creativos, entre otras razones porque las comunicaciones globales e instantáneas han creado una interdependencia que convierte en una absurda quimera cualquier proyecto de autarquía.
    Como Sumarse Inteligentemente
    Bien: queda dicho que es imposible nadar contra la corriente. Queda dicho que lo razonable no es intentar romper los vínculos que nos unen a nuestro cerebro, sino intentar formar parte de él, sumándonos a las tareas creativas. Es probable que en este punto pueda tildarse esta propuesta de «entreguista» o de «traidora», pero cualquier persona tentada a calificarla de esa manera debe pensar que la alternativa es aún peor: continuar, a regañadientes, siendo remolcados por los centros creativos, sin que nuestra simbólica rebeldía nos consiga el menor rasgo de autonomía espiritual. Tal vez para escuchar en calma estas reflexiones sea muy importante, previamente, sacudirse las viejas categorías de antaño. Tal vez sea imprescindible comprender que el nacionalismo ya no es posible, y que palabras como «patria» o «nación» han perdido toda connotación real, aunque no su vieja carga emotiva. Si aceptamos -y hasta es posible aceptarlo con júbilo- que Humanidad se dirige hacia un punto de confluencia, de uniformidad, señalado por el país que encabeza el planeta, tal vez podamos encontrar mejor nuestro papel en esta larga marcha hacia la sociedad planetaria, y tal vez podamos colaborar en el trayecto, por respeto hacia nosotros mismos y porque - paradójicamente- no hay otro camino para contribuir al diseño de nuestro propio destino. Pero eso requiere un tenso y doloroso ejercicio de humildad colectiva, que acaso comience por definir como somos nosotros, y qué hay que modificar de nosotros para poder insertarnos activamente en las corrientes dominantes del planeta. Es falso, por ejemplo, sostener que nuestra postración intelectual y económica es el resultado de podridas estructuras sociales y políticas. Eso -qué duda cabe- influye, pero el problema esencial radica, primero, en nuestra idiosincrasia, y luego, en menor medida, en nuestra percepción del acontecer histórico. Nuestras sociedades y nuestros líderes no se han percatado de que desde hace siglos la idea del progreso y la voluntad de innovación determinan el curso de la Historia. Nosotros pertenecemos a otra tradición, la hispánica, quizá la hispanoromana, que concibe la sociedad como un cuerpo estático, en lento crecimiento vegetativo, sujeta siempre a un molde inalterable que relega la creatividad al plano ornamental. Es la sociedad que ayer gloriosamente producía a Cervantes, a Goya o a Velázquez, y que hoy produce a Vargas Llosa, a García Márquez, o a Octavio Paz, pero que muy pocas veces se aventura a crear fuera del perímetro artístico. Y es que nosotros, para vivir en una sociedad estática, contábamos con la mentalidad social adecuada, porque para existir en un mundo de perfiles eternos no era necesario ser disciplinados, ni metódicos, ni curiosos, ni constantes, pero si admitimos que el objetivo de nuestras vidas es transformar, a cada instante, la materia o las ideas, poner en duda el mundo en que vivimos, y negarlo en crecientes actos de rebelión intelectual, entonces no nos queda más remedio que modificar parcialmente nuestra idiosincrasia y transformar nuestra mentalidad social, de manera que los objetivos y los medios de lograrlos encuentren una razonable adecuación.

    Es un peligrosísimo disparate continuar repitiendo que el éxito de sociedades como la norteamericana es el producto de la explotación del Tercer Mundo -incluyendo nuestra explotación-, o el resultado de la suerte en la arbitraria distribución le los bienes naturales. Por el contrario, cada día e afianza más entre los expertos la convicción del elemento clave en la formación de la riqueza es lo que llaman el «capital humano». En 1945 Japón era un país destruido y hambriento, y cuarenta años después es uno de los más prósperos centros creativos del planeta, y quizá sea su más poderosa locomotora a mediados del siglo XXI. Japón empleó a fondo su inmenso capital humano. ¿Qué hay detrás el milagro japonés, del alemán, del suizo, del noruego, del coreano, del singaporense, del inglés, del sueco, del norteamericano, del holandés. ¿Qué hay detrás del milagro de cada sociedad que en los últimos siglos ha logrado despegar espectacularmente? AIgo bien sencillo: una idiosincrasia adecuada a los objetivos que persigue, un valioso capital humano. Si nosotros no podemos cambiar los objetivos, porque se definen fuera de nuestras fronteras, entonces estamos condenados a cambiar nuestra idiosincrasia para incrementar sustancialmente nuestro capital humano.