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El primer colombiano que fue famoso

Publie le Miércoles 19 de enero de 2005 par Open-Publishing

Por Daniel Samper Pizano

Pocos compatriotas han recibido tantos reconocimientos en Europa como el médico, geólogo, químico y lingüista bogotano Ezequiel Uricoechea en el siglo XIX.

Muchos años antes de que en Europa se conocieran los nombres de algunos ilustres científicos, literatos y deportistas de Colombia como Cuervo, Caro, Isaacs, Vargas Vila, García Márquez, Botero, Puyana, Herrera, Asprilla, Patarroyo, Rincón, Vives, Llinás, Mutis, Mebarak, Gómez Dávila, Montoya, De Francisco, Orozco, Cabrera y otros cuantos, un hombre había abierto trocha. Ningún compatriota ha vuelto a recibir en el Viejo Continente los honores académicos y científicos que dispensaron Alemania, Bélgica, España y Francia a Ezequiel Uricoechea hace 150 años. Y, sin embargo, existen más testimonios de su nombre en algunas universidades europeas que en Colombia, donde hoy mismo pocos podrían dar noticia de Ezequiel Uricoechea y de su obra.
¿Ezequiel Uricoechea? Pero ¿quién diablos era Ezequiel Uricoechea?

Nacido en abril de 1834 en el hogar de un coronel del ejército bolivariano, el bogotano Ezequiel Uricoechea y Rodríguez fue un niño prodigio. Huérfano desde la primera infancia, se graduó de bachiller en la capital a los quince años con fama de matemático precoz, y de inmediato su hermano Sabas lo envió a la Universidad de Yale para que pudiera desarrollar un talento que asombraba a todos.

En Estados Unidos confirmó que se trataba de un superdotado, pues le bastaron tres años para completar exitosamente el currículo de médico cirujano. Dado que este grado solo podría conferirse a alumnos de más de veinte años, y Ezequiel tenía entonces 18, la Universidad tuvo que hacer con él una excepción.

Un millón de amigos

El sabio Alejandro de Humboldt le había aconsejado que, una vez terminados sus estudios en Estados Unidos, viajara a Alemania, y así lo hizo. Matriculado en la Universidad de Gotinga, cursó química, geología y filosofía y en 1854, cuando tenía apenas veinte años, obtuvo su doctorado y escribió su primer libro: Memorias sobre las antigüedades neogranadinas. El objetivo de este estudio era el de probar que los chibchas o muiscas habían fundido y moldeado el oro en caliente. Hasta entonces los científicos buscaban ciertas plantas secretas americanas que, según creían, derretían el metal de manera casi milagrosa.

Cuando aún empezaba a poblar una barba que años después llegó a cubrirle parte del pecho, Uricoechea ya empezaba a hacerse a un nombre en la comunidad científica europea. Sus artículos aparecían en revistas especializadas de Londres, París y Estados Unidos, sostenía correspondencia con importantes profesores y pronto recibió una invitación para que se vinculara al Observatorio Astronómico de Bruselas. Sumó entonces la astronomía y la cartografía a las ciencias de su dominio. Suya fue una de las mejores mapotecas colombianas del siglo XIX, impresa en Londres en 1857.

Durante su estadía en Bruselas, Uricoechea comenzó a preparar varios tratados monumentales: Bibliografía hispanoamericana, Diccionario geográfico histórico de la América Española y Obras completas de Bolívar. Como muchos otros de sus proyectos, la mayoría de estos terminaron en el fracaso por falta de apoyo o en una meticulosa y abundante documentación inédita que se refundió tras su muerte.

A lo largo de largos meses viajó por Europa. En Madrid permaneció casi un año, durante el cual colaboró con los planes de expandir a América la Academia de la Lengua. En Londres acudió a una célebre tertulia de bibliófilos. En todos los sitios visitó institutos, bibliotecas, museos y organizaciones científicas y culturales. No hubo lugar donde no estableciera nexos que luego iba a alimentar con fiel correspondencia.

Regreso a la provincia

Llevaba ocho años de ausencia cuando, en 1858, le dio por regresar a Colombia. Su propósito era el de fomentar la investigación científica en su tierra natal, y llegó inundado de ese romántico nacionalismo y amor por la patria que suele acometer a los emigrantes. “Nada tenemos que pedir a nuestros colegas europeos”, proclamó no sin soberbia en Bogotá, con el ánimo de estimular a los científicos en agraz. Inmediatamente entró a ocupar la cátedra de mineralogía y química del Colegio Mayor del Rosario y dedicó sus mayores esfuerzos a enriquecer un muestrario de rocas y crear la Sociedad de Naturalistas Neogranadinos, que, según su biógrafa Clara Isabel Botero, “fue la primera sociedad científica colombiana”.

Era una institución muy meritoria, pero le quedaba grande a ese país provinciano que era la Colombia de 1859, concentrada -desde entonces— en guerras civiles y enfrentamientos políticos. La Sociedad creó numerosas comisiones especializadas que algunos estudiosos criollos ni siquiera conocían y a menudo faltaba el científico que las alimentara, como aracnología, faneorgamia, paleontología, espeleología, criptogramia, labiadas, solnáceas, ornitología, conquiliología, coleopterología y dipterología.

Mientras tanto, Uricoechea entendió que en realidad sí había mucho que pedir a los científicos europeos y se propuso tender puentes entre ellos y la famélica ciencia americana. Era conmovedora la lista de egregios profesores vinculados como miembros honorarios de la Sociedad de Naturalistas Neogranadinos. En el momento de su nacimiento, había casi tantos socios honorarios lejanos como miembros aborígenes de carne y hueso. La Sociedad alcanzó a publicar dos números de su Boletín de Contribuciones de Colombia a las Ciencias y a las Artes y a reunirse durante dos años. Pero en 1861 ya se había disuelto. No había ciencia ni científicos para tanto.

Su “mayor bestialidad”

Entretanto, don Ezequiel recorrió buena parte del país en plan de recoger muestras geológicas, información sobre lenguas aborígenes y datos sobre libros colombianos. Con las primeras logró montar una rica colección en su casa de Bogotá y con los últimos -más de 4.000 registros— se propuso publicar en Europa una bibliografía colombiana. Empezó a hacerlo por entregas en una revista latinoamericana de París, pero solo aparecieron dos artículos. El resto del trabajo se esfumó.

En 1867 gobernaba Tomás Cipriano de Mosquera enfrentado a una oposición que terminó por derrocarlo, cuando designó a Uricoechea en un cargo equivalente a ministro de Educación. Pero ya el hombre se había desilusionado de “los señores de la política” y dijo que no. Pasaba buena parte del tiempo refugiado en su laboratorio y en tertulias literarias donde frecuentaba a poetas, escritores costumbristas y filólogos como Rufino J. Cuervo y Miguel Antonio Caro. Con el primero trenzó una buena y larga amistad. Juntos inventaron un proyecto revolucionario para su época, que consistía en realizar la primera clasificación descriptiva y recopilación fotográfica —ciencia que daba sus primeros pasos- de cuadros del pintor Gregorio Vásquez Ceballos. Lamentablemente, nunca pudieron llevarlo a cabo.

Para entonces se había interesado también por el estudio metódico de las monedas (numismática), tema sobre el cual dejó algunos artículos. Su correspondencia lo mantenía vinculado a diversas instituciones de Europa y América que, en el curso de los años, le dispensaron numerosos títulos, entre ellos el de miembro honorario de la Sociedad de Geografía y Estadística de México; socio de las Sociedades Geológicas de París y Berlín; miembro de la Sociedad Zoológico-Botánica de Viena; correspondiente de la academias españolas de la Lengua y la Historia; miembro del Real Instituto Geológico de Viena y de la Sociedad Etnológica Americana.
Ezequiel Uricoechea era más conocido y apreciado en el exterior que en su propia patria.

En 1868 sufrió la última de sus frustraciones colombianas. Había conseguido que se creara por ley un Instituto Nacional de Ciencias y Artes, del que fue nombrado director. Pero este organismo, que iba a ser gran promotor de la cultura en el país, no pasó del papel sellado por culpa de los enfrentamientos políticos.

Pocos meses después, Uricoechea tiró la toalla. “He hecho muchas cosas en mi vida, pero la mayor bestialidad de todas fue irme a meter de cabeza en Bogotá”, comentó a un amigo. Había entendido que nunca sería profeta en su tierra. En 1868 hizo maletas, legó su colección de minerales, se despidió de los amigos y regresó a Europa. Tenía 35 años y ya nunca volvería a Colombia. Como muchos emigrantes de entonces y de ahora, se consideraba satisfecho solo por haber salvado la vida en medio de las vicisitudes de las guerras civiles. “No dejé el pellejo -escribió a un amigo-y debo considerarme feliz”.

Ermitaños de la cultura

Su desencanto con el estudio de las ciencias naturales, la imposibilidad de cargar con sus colecciones minerales y sus vínculos con los grandes lingüistas colombianos del siglo XIX lo llevaron entonces a un cambio total de rumbo. Se había marchado de Europa diez años antes como doctor de geología y química, y regresaba en calidad de alumno de idiomas. A partir de ese momento, la filología representó el mayor de sus intereses y, en particular, las lenguas nativas colombianas, sobre las cuales se había documentado en sus giras por el país.

Instalado en París en una casa contigua a la de Honorato de Balzac, fundó en 1871 la Biblioteca Lingüística Americana, colección cuyo primer volumen fue la Gramática, vocabulario, catecismo y confesionario de la lengua chibcha. Un año después publicó el Alfabeto fónetico de la lengua castellana y se dedicó a divulgar en diversas revistas los trabajos sobre gramática de Cuervo y Caro. Cuando los hermanos Cuervo establecieron su domicilio en París, en 1882, don Ezequiel descansaba en la paz del Señor, pero había ayudado a darlos a conocer en los círculos culturales.

De su vida personal poco se sabe. Vivía del producto de actividades comerciales que nunca fueron totalmente felices pero le sirvieron para no pasar hambre. Era comisionista de editoriales y montó una empresa de exportación de libros y textos a Colombia de la que fue socio don Rufino Jota. Pero en 1873, al cabo de tres años de penurias, Uricoechea rogaba a Cuervo: “Acabemos el negocio, aunque sea en venduta”.

No fue la única actividad mercantil que unió a estos dos filólogos con menguada vocación de capitalistas. Rufino y su hermano Ángel habían heredado de su padre la primera fábrica de cerveza que se fundó en Colombia, y durante un tiempo Uricoechea fue proveedor de corchos europeos para la factoría. En otra ocasión, cuando los hermanos se estaban quedando sin plata, don Ezequiel se encargó de vender en París las joyas que habían heredado de su madre.

No consta que Uricoechea hubiera contraído matrimonio, pero tampoco que se tratara de un áspero misógino, como el rezandero don Rufino, que murió sin conocer mujer. A su hermano le tocaba encargarse de las labores sociales y -se supone- las sexuales.
Todos estos personajes formaban parte de una raza aparte, capaz de encerrarse durante años a tomar notas en oscuras bibliotecas, sin calefacción eléctrica y bajo la amarillenta lumbre de las bujías, y rellenar miles de fichas con tintero y pluma en tiempos en que no existían los computadores ni internet. Fruto de estos eremitas de la cultura fueron monumentos como el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana que empezaron Rufino José y Angel Cuervo, y los diccionarios páez-castellano y de voces de historia natural americanas que recopiló Uricoechea. Otros proyectos, como una colección de obras especialmente traducidas para estudiantes americanos y un tratado de numismática, no pasaron de la ilusión.

La última lengua

En 1876 don Ezequiel dominaba el español, el inglés, el francés y el alemán, y tenía conocimientos de latín, griego y sánscrito, cuando se sintió atraído por el árabe y se sumió en los primeros signos de “la lengua más difícil” que le fue dado analizar. Su vocación era la permanente inquietud por explorar nuevos campos del conocimiento humano. “Yo soy ni seré toda la vida, por desgracia, sino un simple estudiante”, comentó a Cuervo.

Dos años más tarde, la Universidad Libre de Bruselas anunció que se disponía a inaugurar la cátedra de lengua árabe y que el profesor sería escogido por concurso. El ganador fue don Ezequiel, que en octubre de 1878 recibió el título en una solemne ceremonia a la que asistieron 200 invitados. Era la primera vez que un ciudadano de América conquistaba una cátedra universitaria en Europa.

Su primer trabajo consistió en traducir del alemán al francés, en solo tres meses, una famosa gramática árabe que fue texto de su clase.

La cátedra de árabe de la Universidad de Bruselas se desarrollaba con pleno éxito, hasta el punto de que en el verano de 1880 Uricoechea decidió visitar aquellos países cuya cultura enseñaba a los alumnos belgas. Su plan era el de viajar a Beirut (Líbano) y Damasco (Siria), y enseguida adentrarse en el desierto para convivir un tiempo con una tribu nómada y estudiar su lengua.

El historiador Guillermo Hernández de Alba relata en un opúsculo de 1968 cómo fue aquel viaje. “En Marsella se embarcó para Alejandría, recorrió los santos lugares y arribó en julio a su destino final. Una fulminante enfermedad lo asaltó en Beirut; internado en el Hospital de Joannistes, un ataque de apopeljía terminó con su gloriosa vida a la edad de 46 años el 26 de julio de 1880. Su cadáver fue inhumado en el cementerio de Zeitouni de la parroquia de San Luis de Beirut”. Varios periódicos europeos registraron su fallecimiento, del que dijo L’Independence Belge: “La cátedra del sabio profesor era muy notable. Esta noticia es muy lamentada en la universidad”. En Bogotá se publicó, semanas después, como un suelto social.

Tras su muerte, buena parte de sus trabajos se extraviaron y otros quedaron inconclusos. En 1966, la Universidad Libre de Bruselas bautizó su biblioteca oriental con el nombre del que denominó oficialmente “savan colombien” (sabio colombiano). Era un homenaje, 86 años más tarde, al primer compatriota cuyo nombre recibió el reconocimiento de los círculos científicos y culturales europeos.


Fuente: El Tiempo