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Los Cien Años de Walt Whitman

Publie le Sábado 19 de febrero de 2005 par Open-Publishing

Por William Ospina

En alguna de sus páginas personales,
John Milton sostuvo que el poeta lírico puede permitirse tomar vino, pero el poeta épico
sólo agua, y tal vez fue Bernard Shaw quien dijo que la naturaleza se burla de la necedad
de los hombres ya que el agua no sólo es mucho más sutil y deliciosa que el vino sino
considerablemente más barata. Walt Whitman, el infatigable y cósmico hijo de Manhattan,
no habría dejado de aprobar ambas afirmaciones. Sabe que el mundo está lleno de
maravillas pero siente que su deber principal es celebrar la pureza de los elementos; no
alabar las cosas por su rareza, como suelen los hombres, sino por su abundancia y su
frecuencia; cantar, tal vez, lo extraordinario, pero sólo después de divinizar lo
común.

ésta es la hierba que crece donde hay
tierra y hay agua,

éste es el aire común que baña el
planeta.*

Por eso, casi al comienzo de su
"Canto a mí mismo", escribe que las casas están cargadas de perfumes,
pero que esas fragancias podrían intoxicarlo. A la densidad opresiva de las atmósferas
del hombre, él opondrá el deleite del aire puro:

El aire no es un aroma, no huele a
nada.

Desde el principio ha sido destinado a
mi boca,

estoy enamorado de él.

No deja de ser sorprendente que en
tiempos de Baudelaire, y de otros sensualistas del perfume y las joyas, de los muebles y
el vino; y nacido también en las segundas oleadas del romanticismo, este sensualista
prefiera el neutro sabor del agua pura y el olor apenas matizado de hierba del aire que se
desata en brisa y viento.

Whitman ni siquiera sabe muy bien que
él también es un romántico, porque su vitalidad, que está como la de Byron o la de
Keats en conflicto con el presente, no se inclinará a la veneración de los preciosos
monumentos del pasado, las enmarañadas piedras góticas o las urnas de mármol pobladas
de cortejos ceremoniales, sino a la invención de un futuro deseable o posible para la
especie. América está comenzando. Es verdad que durante siglos, vistosos e industriosos
pueblos habitaron esos territorios y con flechas y gritos asediaron sus horizontes; es
verdad que los colonizadores ingleses y españoles y franceses mucho tiempo guerrearon por
sus fronteras y dieron nombre a bestias y aguas corrientes y campamentos.

Pero América no es el mero territorio,
ni las discordes razas que lo pueblan, sino el encuentro, en un espacio lleno de promesas,
de una nación con una idea. Y Whitman procurará ser, entre otras cosas, la encarnación
de esa idea, del ideal democrático que Grecia había intuido, que el cristianismo había
predicado, que la Ilustración había razonado y que finalmente fue formulado como
propósito colectivo por "el buen pueblo de Virginia", antes de ir a ennegrecer
las bocas de los cañones franceses y a enrojecer la hoja de sus guillotinas.

Lo que está comenzando no es un
territorio sino un ideal, y ese ideal carga los días de Norteamérica con el desconocido
sabor de las frutas del paraíso. El primer efecto importante de un gran propósito, de
esos que abarrotan y fatigan el porvenir, es borrar o atenuar el pasado. Whitman apenas si
les concede importancia a las tradiciones que le ha dejado la cultura europea. Hace alguna
mención de las viejas doctrinas sólo para decir que se aparta de ellas; hace la
enumeración de los dioses antiguos, sólo para declarar acto seguido cesantes sus
funciones y vacantes sus puestos. Hasta insinúa que una oferta de alquiler prolifere
sobre los palacios del Olimpo y las rocas del Parnaso. Con evidente prisa, Whitman despide
a los héroes del pasado y a sus hazañas, con igual celeridad despacha a sus colegas, los
poetas antiguos, y apenas si tiene unas palabras de aprobación para el lenguaje y el
estilo de William Shakespeare.

Íntimamente, Whitman no menosprecia el
pasado, y además lo conoce hasta la erudición, pero la tarea que se ha propuesto excluye
la veneración y casi la consideración de esas culturas. Mientras recorre su jardín,
Adán no puede permitirse la excavación de su prehistoria ni la exhumación de reliquias.
Más bien, al uso de su modelo bíblico, debe proceder a imponer nombres a todas las cosas
del mundo.

Hay quien se pregunta por qué la
profusión y por qué la minuciosidad de las enumeraciones de Whitman. Hay quien ha dicho
que éstas "no siempre pasan de catálogos insensibles". Yo niego esa
insensibilidad, en versos siempre alertas y siempre conmovidos, pero creo entender el
propósito casi religioso que mueve al poeta. El espíritu nuevo que alienta en él tiene
que ungir todo el orbe, nada debe quedar sin ser nombrado, excluido de la bendición de
este saludo renovador como una lluvia. Whitman va vertiendo una especie de agua inaugural
sobre todas las cosas, dando a cada una su lugar en el nuevo universo.

De las obras literarias que intentan
abarcar la totalidad de lo creado, ninguna lo intenta de un modo tan explícito como Leaves
of Grass
(Hojas de hierba). Sin duda su universo abarca menos que el de Dante,
por donde no sólo discurren la naturaleza y la cultura de la época sino el pasado de
Florencia, sus sueños y sus pesadillas; sin duda abarca menos que el de Shakespeare,
quien en atmósferas siempre memorables rastrea los matices de las almas exhibiendo las
innumerables formas de la crueldad, de la ternura, de la abnegación o la perfidia, con un
lenguaje continuamente imaginativo y apasionado; sin duda abarca menos que el de Joyce,
que incorpora a la exhaustiva exhibición de las complejidades del espacio físico, las
multiplicaciones de la percepción y de la memoria; pero en el de Whitman cada cosa quiere
estar de un modo protagónico, ninguna está allí para servir de decorado, para
subordinarse a otra.

Sus enumeraciones heterogéneas no se
proponen meros efectos literarios; crear contrastes, satisfacer o frustrar expectativas,
establecer progresiones, declinaciones o paradojas; quieren afinarnos para la percepción
de la riqueza del mundo, de su diversidad y de la irreductible singularidad de cada
fenómeno y criatura. Por eso la aparente sencillez del lenguaje de Whitman es engañosa.
La fluidez de sus palabras y la ausencia de un evidente aparato retórico produce la
ilusión de un poeta meramente impulsivo y espontáneo, un improvisador de exclamaciones
cordiales. Pero sólo no frecuentándolo se puede pensar así. Basta demorarse en sus
páginas para advertir un desvelado rigor. Todo Whitman está hecho de entusiasmo, y ese
entusiasmo jamás es un pretexto para la observación apresurada y negligente, o para lo
que hoy deprimentemente se llamaría escritura automática. Whitman utiliza el matiz
exacto para describir el plumaje de un pájaro, los detalles circunstanciales que le dan
vividez a cada imagen y a cada episodio. Se aparta del lenguaje académico; utiliza, como
Cervantes o Dante, el lenguaje callejero para exaltar en él todo lo que descubre; y en
principio no es más que uno su tema: ha sentido como Schopenhauer que el hombre es la
especie y que el universo es uno de sus atributos. Lo que se despliega en sus páginas es
el sentimiento místico de que el observador es lo observado. Él parece decirse sin
cesar: el clíper yanqui avanza de entre las aguas junto a la orilla de juncos porque yo
tengo ojos para verlo; el halcón asciende hasta su nido en los peñascos porque mi
pensamiento lo sigue y se acomoda en el nido junto a sus polluelos; el suicida está
tendido en el piso ensangrentado porque yo digo que está allí, y porque añado que sé
dónde cayó la pistola.

Tal vez hay un mundo afuera, pero es en
mí donde lo siento discurrir; es en mi conciencia donde vuelan las nubes hacia el sur,
donde gira por el aire nocturno la bandada de patos salvajes, donde circulan los miles de
paseantes por los andenes de Manhattan, donde muerde la corteza el castor industrioso, y
fuma su pipa el indio taciturno. Es en mí donde están todas esas cosas que son el
universo.

Ese yo se exalta para Whitman en el
ámbito a través del cual se manifiesta el universo, o en cuyo seno el universo ocurre.
Ese yo centrado en un cuerpo dilata sus orbes hasta más allá de la última estrella,
hasta las honduras del pasado y del futuro. Por eso por momentos es el universo quien
habla en el poema, se ríe de la fugacidad y de la muerte, menciona cuatrillones de años
en el tono de quien expone una demora casual o un proyecto, utiliza un tono íntimo para
referirse a lo infinito y a lo innumerable.

No será difícil pasar de allí a lo
que Borges llamaría "Una mágica extensión del principio de identidad", que
por otra parte es posible encontrar en algunos contemporáneos de Whitman como Emerson o
Baudelaire.

También por la conciencia poética de
Emerson pasó la idea de un ser que es todos los seres, o al menos que puede ser entidades
contrarias; de una numerosa divinidad cuyas contradictorias facetas somos los seres y las
cosas del mundo. En el admirable poema "Brahma" dejó esta intuición. Palabra a
palabra, su eficacia sintáctica es mayor que la de Hojas de hierba, pero el libro
de Whitman nos transmite mejor el vértigo de esa vislumbre, tal vez porque ésta es menos
un concepto que un sentimiento, y porque un poema, para sugerir o contener el universo, no
puede evitar ser dilatado y copioso. Con menos suerte verbal que Emerson, Baudelaire
también jugó con e1 tema. En "L’Heauton-timorou-menos" leemos:

Yo soy la herida y el cuchillo,

la bofetada y la mejilla,

yo soy los miembros y la rueda,

soy el verdugo y soy la víctima.*

Pero los encantos de esta estrofa se
agotan en un contraste elemental y en la reiteración por parte del poeta de su
indeclinable afición a la desdicha.

Whitman suele ser descalificado por su
propensión a la felicidad, ya que hace tiempos se considera que un poeta tiene la
obligación de ser desdichado y que cualquier incumplimiento de ese precepto es una
irresponsabilidad. Se diría que una prueba del triunfo del Romanticismo es el hecho de
que sus modelos, nutridos de Villon o de Hamlet, se convirtieron largamente en cánones.
El poeta rico, el poeta saludable, el poeta sereno y razonable, el poeta feliz, perdieron
el derecho de existir.

También en esto Whitman es un
romántico extraño: no nos ha dejado la imagen de un ser desventurado a la ilustre manera
de Edgar Allan Poe, y cuando alguien se esfuerza por encontrar elementos patéticos en su
biografía tiene que conformarse con decir que no fue personalmente el héroe semidivino
de Hojas de hierba y que al final de su vida tuvo en la postración y los saqueos
de la vejez sus gotas de amargura.

Sin embargo, pocas cosas más
triunfales que ese notable poema de despedida de Whitman que se llama "Adiós",
y que surgió de sus últimos años. Nada en él de sometimiento a la aflicción, nada de
deploración de la enfermedad y la vejez como males atroces. Temprano había escrito esa
buena consigna de vida:

Yo entono el canto de la exaltación y
de la soberbia,

ya estamos hartos de plegarias y de
zalamerías.

Y en esa ley se movió hasta el final.
También allí declara, hablando de la muerte inminente, que para ese fin se ha preparado
sin tregua, y así acalla a todos los que sugieren que su vitalismo y su vocación de
felicidad son una negativa a mirar los males de la existencia y los rigores de la
condición humana.

Pareciera que Whitman no ve la red de
catástrofes, crueldades y miserias de que está tejido nuestro destino, y que
artificial-mente se aplicara sólo a celebrar el hemisferio claro de las cosas. Pero
también esto es un error y ciertamente un error que exige la mayor consideración. Porque
si volvemos a sus poemas nos sorprenderá encontrar con cuánta frecuencia Whitman
incorpora y enumera males y desgracias:

La verdadera o imaginada indiferencia
de alguien que quiero,

la enfermedad de uno de mis parientes,
o de mí mismo,

la falsía, o la falta o pérdida de
dinero,

o el abatimiento, o la exaltación,

las batallas, el horror de la guerra
fratricida,

la fiebre de noticias inciertas,

los acontecimientos azarosos...

O, en otra parte:

Al loco lo llevan al fin al asilo, no
tiene cura

(no volverá a dormir en la hamaca del
cuarto de su madre)

Y más adelante:

A los deformados miembros los atan a la
mesa de operaciones,

lo que se corta cae de manera horrible
en un balde.

Y también:

Muchas voces largo tiempo acalladas
brotan de mí,

voces de las interminables generaciones
de prisioneros y de esclavos,

voces de los enfermos y de los
inconsolables,

de los ladrones y de los enanos,

voces de los ciclos de preparación y
de
crecimiento,

de los hilos que unen a las estrellas,
y de los vientres,

y de la simiente paterna,

y del derecho de aquellos a quienes
oprimen los otros,

de los deformes, triviales, simples,
tontos y despreciados.

Lo que pasa es que Whitman no asume
frente a estas cosas la actitud del que piensa que el mundo es un valle de lágrimas y que
el deber de los hombres es considerar las desdichas como actos de justicia, y la
enfermedad y la muerte como el castigo por nuestras culpas.

Whitman no se entrega a la exaltación
de la Antigüedad clásica pero se aplica a la invención de una posibilidad que se le
parezca. Su Grecia, llamémosla así, no es una nostalgia, es un proyecto. El sueño de
filósofos y poetas (¿no será posible una Grecia sin esclavos?) es de algún modo la
propuesta que alienta en sus versos.

Él procura la restauración del
paganismo. La recuperación del valor del universo físico como morada de lo humano,
contra la pretensión de que estamos aquí brevemente desterrados de nuestra patria
eterna. La recuperación del cuerpo como posibilidad de dicha y fuente de gozo. La alianza
con la naturaleza, la recuperación de la fe en una divinidad impersonal de la que somos,
como quería Hölderlin, la conciencia y el lenguaje. La superación de una idea de la
culpa que convirtió por siglos la aventura humana en el mundo en una postergación
incesante de la vida, en la insensata esperanza de un premio ulterior o el más insensato
terror de un castigo. Para ello, Whitman sabe que lo más importante es desenmascarar a la
muerte. Mientras la civilización siga mirando a la muerte como el mayor de los males y no
sea capaz de crear un ámbito que le devuelva o le dé por primera vez su condición de
hecho natural, el hombre no se podrá reconciliar con el mundo, un temor seguirá
tiranizando a la especie y la barbarie seguirá encontrando en el crimen su manera de
dirimir los conflictos humanos.

Para ese fin me he preparado sin
tregua
, escribe Whitman al final de su vida. Que no ha vivido cerrando los ojos a la
certidumbre de la muerte, es lo primero que allí parece decirnos, pero hay algo más.
Whitman cree que la reconciliación con la muerte dará al hombre la posibilidad de ser
feliz y de gozar de los bienes del mundo. Más allá de la muerte todo es misterio; ¿a
qué asumir que tenemos alguna certeza, a qué temer, como dijo Sócrates el último día,
algo que desconocemos por entero y de lo que no sabemos si es un mal o acaso el mayor bien
imaginable? Pero lo que causa temor es menos ese ámbito nuevo en el que ingresa quien
muere, que el sentimiento de una pérdida infinita, la prefiguración de un despojo
cósmico, la sensación de que dejamos atrás tantos seres o cosas entrañables y
habituales, y que perderemos, sin haber entrado en su posesión, tantas cosas posibles.
Pero es en la vida donde se dan las pérdidas, esa muerte es cosa de los vivos, esa muerte
suele ser más bien una manera de vivir, hecha de temor, de postergación y de privación.

La poesía de Whitman es una inmensa
toma de posesión del mundo que no se deja seducir por los encantos de la culpa y de la
expiación. Aun en la enfermedad, Whitman se esfuerza por ver un hecho natural, no la
miserable manifestación de una culpa.

¡Desnúdate! -exclama-. No
eres culpable ante mí,

ni usado ni inservible.

Veo a través de la seda y el percal,
aunque no lo quieras,

y soy cabal, tenaz, codicioso,
incansable,

y no podrás librarte de mí

Y al enunciar sus propuestas o sus
profecías en el poema de la despedida, escribe estos dos versos, que sin duda son
perfectamente equivalentes:

Anuncio una abundante vida vehemente,
espiritual, audaz,

anuncio un fin que aceptará serena y
alegremente su transición.

Una muerte serena y alegre. ¿Podría
haber más bella promesa para una especie sometida por siglos al terror de la muerte?
Pero, ¿de qué manera podría el hombre convertir en algo sereno y alegre lo que sólo se
le muestra bajo la forma del dolor y la soledad, de la desesperación y el despojo? Y
Whitman parece llevarnos a responder así: ¿y si ese dolor y esa soledad, si esa
desesperación y ese despojo no fueran realmente la muerte? ¿Si no fueran más que la
forma como asume la muerte una civilización? ¿Si la lucidez de Sócrates y la entereza
de Cristo en el tormento y la alegría de Novalis y la delicada perplejidad de Emily
Dickinson y la serena ironía de Henry James y la avidez de Borges y la curiosidad de
Marguerite Yourcenar fueran testimonios de que la muerte puede tener otro rostro para los
hombres, de que la especie podría encontrar una manera más dulce de mirarla, una manera
menos desesperada y desamparada de asumirla?

Es eso lo que subyace en aquellos
famosos versos de "Rabbi Ben Ezra" de Robert Browning:

Aún falta lo mejor, el final de la
vida,

elmotivo del principio.

Y, con todo, la reconciliación con la
muerte sólo podría darse por la vía de una reconciliación con la vida. Ya intentó el
cristianismo hacer virtuoso al hombre por el camino de la privación y de la amenaza,
ofreciéndole como elemento central de su culto la imagen de lo humano agonizando bajo los
hierros del crimen, en el leño del tormento. Es asombroso que después del Hermes de
Andros y del Apolo de Belvedere, la civilización hu-biera optado por esa imagen cristiana
del tormento y de la agonía, y que fueran los crucifijos con su joven cuerpo sangrante
los objetos de reflexión y glorificación del arte. Extraño que el cristianismo no
intentara eternizar a Cristo caminando sobre las aguas, triunfando del Demonio o visitando
en triunfo los reinosde la muerte, sino expirando en el infame patíbulo de los tiempos
antiguos. Curioso que la cruz, que debió ser el abominado símbolo de una injusticia, un
instrumento de tortura, se haya convertido en objeto de culto y en el gesto que el
cristiano traza continuamente sobre su pecho como signo de piedad. Hay algo triste y cruel
en todo ello, algo que hiere la sensibilidad y que ensombrece la imaginación.

Por lo demás, no fue Cristo quien
aconsejó ese culto, como no fue él quien recomendó como instrumentos de purificación
de los pecadores el potro del tormento, ni los garfios de hierro, ni las piadosas hogueras
de la Santa Inquisición y nadie duda de que, predicador de la fraternidad y recomendador
del perdón, habría reprobado esas prácticas inciviles.

Pero mediante tales instrumentos fue
construida la cultura que Whitman está confrontando con esa voz torrencial llena de
vitalidad, de sensualidad y de espontánea simpatía por los seres humanos. Esa
confrontación no siempre es tácita. En el espíritu de Darwin, Whitman celebra la
recuperación de nuestro pertenecer a la tierra, la certeza de que somos parte del vasto
cuerpo de la naturaleza:

¡Durante cuánto tiempo nos
engañaron!

Transmutamos ahora, nos apresuramos a
huir como huye la

naturaleza,

somos la naturaleza, durante mucho
tiempo estuvimos lejos.

Pero ahora volvemos,

nos convertimos en plantas, en troncos,
en follaje,

raíces y cortezas...

Y en otros momentos muestra bien su
actitud frente a las prédicas de la moral de su mundo:

No sólo soy el poeta de la bondad, no
me niego a ser también el

poeta del mal.

¿Qué palabreo es éste sobre la
virtud y el vicio?

Me impele el mal y me impele la reforma
del mal, no discuto,

mi actitud no es la del censor ni la
del que todo lo niega,

humedezco las raíces de todo lo que
crece.

El mundo estaba envejecido de
doctrinas. El agua se había convertido en vino y el vino se había convertido en sangre.
Era preciso que un poeta volviera a darle al agua su color y su sabor, y que incluso le
devolviera su antigua condición mágica o divina. No es que cansada de metáforas del
agua debiera ser de nuevo sólo una substancia, una inerte combinación química; eso es
tal vez lo que menos es el agua. Para Whitman el agua está viva y es aliada de la
vida y parece comunicar al hombre que la bebe parte de su claridad y de su luminosidad. Y
ese retorno al valor de las cosas elementales se multiplica con todo lo que Whitman mira y
toca. El mundo sale nuevo de sus manos, purificado de la tiniebla gótica que había
convertido al agua en un instrumento para lavar culpas y al fuego en un medio para
deshacerlas y la piedra en un tropel de bestias cuyo aullido insonoro afligía el espacio.

Sensatamente, alegre, apacible,
democráticamente, Whitman responde a las jerarquizaciones de la humanidad con su
cordialidad de amigo siempre hospitalario, a las malformaciones del hábito con vigorosos
versos que renuevan el lenguaje de la poesía:

Creo que una hoja de hierba no es menos
que el camino recorrido por las estrellas,

y que la hormiga es perfecta, y que
también lo son el grano de arena y el huevo del zorzal,

y que la rana es una obra maestra,
digna de las más altas...,

y que la zarzamora podría adornar los
salones del cielo,

y que la menor articulación de mi mano
puede humillar a todas las máquinas,

y que la vaca paciendo con la cabeza
baja supera a todas las estatuas

y que un ratón es un milagro capaz de
confundir a millones de incrédulos.

Es bello comprobar que Whitman no
mistifica. Que la eficacia de sus versos nace, por el contrario, del modo como devuelve a
cada cosa su función natural y la extrañeza que le corresponde. Ante la imposibilidad de
decirnos qué son las cosas y por qué suceden, el poeta se refugia en el gozo que le
producen, en la belleza que irradian para él. Y la verdad es que leemos a Whitman para
contagiarnos de ese entusiasmo por las cosas del mundo, de esa sensación de que todo
está lleno de dádivas inmediatas, no de promesas distantes. Pocas veces en la historia
alguien buscó tan cerca los materiales de su utopía. Pocas veces alguien adivinó tan
cerca el inexplorado Paraíso.

Tres grandes propuestas de mejoramiento
de la especie surgieron en el siglo XIX. La de Marx pretendió instaurar un paraíso sin
Estado por el curioso camino de fortalecer indefinidamente al Estado y de volverlo
todopoderoso; la paz universal por el camino de una violencia implacable.

Las otras dos eran más sutiles. Pero
la de Nietzsche, quien siempre negó formar parte del gremio de mejoradores del hombre,
era menos una proposición que una hipérbole. Basta oír la palabra superhombre para
saber que no estamos ante una idea sino ante un mero énfasis. En el fondo no creía en el
hombre sino en la necesidad de dejarlo atrás. Su ética es tan intolerante con la
imperfección de los otros que termina siendo fastidiosa. Además, ya se sabe: cuando la
imperfección reina en el mundo siempre hay lugar para la imaginación y para la
indulgencia; cuando el mundo cae en manos de los hombres perfectos también el horror
suele alcanzar la perfección.

Whitman nunca soñó con un
superhombre, entidad que ha sido amenamente caricaturizada por las historietas gráficas y
monstruosamente caricaturizada por el Tercer Reich. Whitman simplemente creyó en el
hombre y en su milagroso destino. No necesitó soñar con cielos maravillosos porque vio
la maravilla en cada gota de agua y en cada árbol y en cada rostro. Sintió el deleite de
estar vivo, mucho más asombroso que el peligro de estar muerto. Ebrio de cordialidad y de
asombro, fue el rey de su reino ilimitado y fugaz. Y recomendó la felicidad, y la
profesó, y tal vez no la ha habido mayor en la tierra.