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Repensar Lenin

Publie le Jueves 10 de marzo de 2005 par Open-Publishing

Por Slavoj Zizek

¿Y si hubiera otra historia que contar sobre Lenin? Es cierto que la izquierda de hoy en día está atravesando una experiencia devastadora del fin de toda una época de movimiento progresista, una experiencia que la obliga a reinventar las coordenadas básicas de su proyecto; sin embargo, una experiencia exactamente homóloga fue la que dio origen al leninismo.


Entre las dos revoluciones

La primera reacción pública ante la idea de reactualizar a Lenin es, claro, un ataque de risa sarcástica: Marx vale, hoy en día incluso en Wall Street hay gente que lo adora -Marx, el poeta de las mercancías; Marx, el que proporcionó perfectas descripciones de la dinámica capitalista; Marx, el que retrató la alienación y reificación de nuestras vidas cotidianas-, pero Lenin, no, ¡no puede ir en serio! ¿No representa Lenin precisamente el fracaso a la hora de poner en práctica el marxismo, la gran catástrofe que dejó huella en la política mundial de todo el siglo XX, el experimento de socialismo real que culminó en una dictadura económicamente ineficaz? De modo que, de haber algún consenso en (lo que queda de) la izquierda radical de hoy en día, aquél estriba en la idea de que, para resucitar el proyecto político radical, habría que dejar atrás el legado leninista: la inquebrantable atención a la lucha de clases, el partido como forma privilegiada de organización, la toma revolucionaria y violenta del poder, la consiguiente “dictadura del proletariado”... ¿No constituyen todos estos “conceptos zombi” lo que debe abandonarse si la izquierda quiere tener alguna oportunidad bajo las condiciones del capitalismo tardío “posindustrial”?

El problema con este argumento aparentemente convincente es que suscribe con demasiada facilidad la imagen heredada de un Lenin, sabio dirigente revolucionario, que, después de formular las coordenadas básicas de su pensamiento y práctica en el ¿Qué hacer?, se limitó a aplicarlas consiguiente e implacablemente. ¿Y si hubiera otra historia que contar sobre Lenin? Es cierto que la izquierda de hoy en día está atravesando una experiencia devastadora del fin de toda una época de movimiento progresista, una experiencia que la obliga a reinventar las coordenadas básicas de su proyecto; sin embargo, una experiencia exactamente homóloga fue la que dio origen al leninismo. Recuerden la conmoción de Lenin cuando, en otoño de 1914, todos los partidos socialdemócratas europeos (con la honorable excepción de los bolcheviques rusos y de los socialdemócratas serbios) adoptaron la “línea patriótica”; Lenin llegó a pensar que el número de Vorwaerts, el diario de la socialdemocracia alemana, que informaba de cómo los socialdemócratas habían votado en el Reichstag a favor de los créditos militares, era una falsificación de la policía secreta rusa destinada a engañar a los obreros rusos. En aquella época del conflicto militar que dividió en dos al continente europeo, ¡qué difícil era rechazar la idea de que había que tomar partido en este conflicto y luchar contra el “fervor patriótico” en el propio país! ¡Cuántas grandes cabezas (incluida la de Freud) sucumbieron a la tentación nacionalista, aunque sólo fuera por un par de semanas!

Esta conmoción de 1914 fue -por expresarlo en palabras de Alain Badiou- un desastre, una catástrofe en la que desapareció un mundo entero: no sólo la idílica fe burguesa en el progreso, sino también el movimiento socialista que la acompañaba. El propio Lenin (el Lenin de ¿Qué hacer?) perdió el suelo bajo los pies; no hay, en su reacción desesperada, ninguna satisfacción, ningún “¡os lo dije!” Este momento de Verzweiflung (desesperación), esta catástrofe abrió el escenario para el acontecimiento leninista, para romper el historicismo evolutivo de la Segunda Internacional, y sólo Lenin estuvo a la altura de esta apertura, sólo él articuló la verdad de la catástrofe. En ese momento de desesperación, nació el Lenin que, dando un rodeo por la atenta lectura de la Lógica de Hegel, fue capaz de identificar la oportunidad única de revolución. Resulta crucial hacer hincapié en esta relevancia de la “alta teoría” para la lucha política más concreta hoy, cuando hasta a un intelectual tan comprometido como Noam Chomsky le gusta recalcar la poca importancia que tiene el conocimiento teórico para la lucha política progresista: ¿de qué sirve estudiar grandes textos filosóficos y socioteóricos para la lucha de hoy en día contra el modelo neoliberal de globalización? ¿No estamos tratando o bien hechos evidentes (que no hay más que hacer públicos, algo que Chomsky está haciendo en sus numerosos textos políticos) o bien de una complejidad tan incomprensible que no podemos entender nada? Contra esta tentación antiteórica, no basta con llamar la atención sobre la gran cantidad de presupuestos teóricos existentes acerca de la libertad, el poder y la sociedad, que abundan también en los textos políticos de Chomsky; cabe sostener que es más importante ver cómo, hoy en día, quizá por primera vez en la historia de la humanidad, nuestra experiencia cotidiana (de la biogenética, la ecología, el ciberespacio y la realidad virtual) nos obliga a todos a enfrentarnos a los temas filosóficos esenciales sobre la naturaleza de la libertad y la identidad humana, etcétera.

Volviendo a Lenin, su El Estado y la revolución es el correlato estricto de esta experiencia devastadora de 1914. La absoluta implicación subjetiva de Lenin en ella queda en claro desde su célebre carta a Kamanev de julio de 1917: “Entre nous (entre nosotros): si me matan, te pido que publiques mi cuaderno ‘El marxismo y el Estado’ (que abandoné en Estocolmo). Está forrado con una cubierta azul. Se trata de una recopilación de todas las citas de Marx y Engels, así como de Kautsky contra Pannekoek. Hay una serie de observaciones y notas, formulaciones. Creo que con una semana de trabajo se podría publicar. Lo considero imp. porque no sólo Plejanov, sino también Kautsky lo entendieron mal. Condición: todo esto es entre nous”.

La implicación existencial es aquí extrema y el núcleo de la “utopía” leninista surge a partir de las cenizas de la catástrofe de 1914, en su ajuste de cuentas con la ortodoxia de la Segunda Internacional: el imperativo radical de aplastar el Estado burgués, lo cual significa el Estado como tal, e inventar una nueva forma social común sin ejército, policía o burocracia permanentes, en la que todos pudieran participar en la administración de las cuestiones sociales. Esto no era para Lenin un proyecto teórico para un futuro remoto; en octubre de 1917, Lenin proclamó que “ahora mismo podemos poner en marcha un aparato estatal constituido por diez, si no veinte, millones de personas”. Este impulso del momento es la verdadera utopía. Con lo que habría que quedarse es con la locura (en sentido kierkegaardiano estricto) de esta utopía leninista (el estalinismo representa, si acaso, un retorno del “sentido común” realista). Es imposible sobrestimar el potencial explosivo de El Estado y la revolución; en este libro, “se prescinde abruptamente del vocabulario y de la gramática de la tradición occidental de la política”. Lo que vino a continuación puede llamarse, apropiándonos del título del texto de Althusser sobre Maquiavelo, la solitude de Lenine (la soledad de Lenin): un periodo en el que éste se encontró básicamente solo, luchando contra la corriente en su propio partido. Cuando, en sus Tesis de abril de 1917, Lenin identificaba el Augenblick, la oportunidad única para una revolución, sus propuestas se toparon primero con el estupor o el desdén de la gran mayoría de compañeros de partido. Dentro del partido bolchevique, ningún dirigente destacado respaldaba su llamamiento a la revolución y Pravda tomó la extraordinaria medida de disociar al partido, y al consejo de redacción en su totalidad, de las Tesis de abril de Lenin (lejos de ser un oportunista que halagaba y explotaba los ánimos imperantes entre el pueblo, las visiones de Lenin eran sumamente idiosincráticas). Bogdanov caracterizó las “Tesis” como “el delirio de un loco” y la propia Nadezhda Krupskaya concluyó que “temo que parezca como si Lenin se hubiera vuelto loco”.

En febrero de 1917, Lenin era un emigrante político semianónimo, desamparado en Zurich, sin ningún contacto fiable con Rusia, que se enteraba la mayoría de las veces de los acontecimientos a través de la prensa suiza; en octubre, dirigió la primera revolución socialista exitosa, así que ¿qué sucedió en el inter? En febrero, Lenin percibió de manera inmediata la oportunidad revolucionaria, resultado de circunstancias contingentes únicas; si no se aprovechaba el momento, la oportunidad de revolución se habría perdido, quizá por decenios. En su testaruda insistencia en que había que arriesgarse y pasar a la siguiente fase, es decir, repetir la revolución, Lenin estaba solo, ridiculizado por la mayoría de los miembros del Comité Central de su propio partido: no obstante, por más indispensable que fuera la intervención personal de Lenin, no debería modificarse la historia de la Revolución de Octubre para convertirla en la del genio solitario enfrentado a las masas desorientadas que paulatinamente va imponiendo su visión.

Lenin tuvo éxito porque su llamamiento, soslayando a la nomenklatura de partido, encontró eco en lo que uno se siente tentado a llamar micropolítica revolucionaria: la increíble explosión de democracia de base, de comités locales que empezaban a aparecer inesperadamente por todas las grandes ciudades de Rusia y que, al mismo tiempo que ignoraban la autoridad del gobierno “legítimo”, tomaban las cosas en sus manos. Ésta es la historia no contada de la Revolución de Octubre, el reverso del mito del grupo minúsculo de revolucionarios entregados e implacables que llevaron a cabo un golpe de Estado.

Lenin era plenamente consciente de la paradoja de la situación: en la primavera de 1917, después de la revolución de febrero que derrocó el régimen zarista, Rusia era el país más democrático de toda Europa, con unas cuotas sin precedentes de movilización de masas, libertad de organización y libertad de prensa, y, sin embargo, esta libertad volvió la situación opaca, profundamente ambigua. Si hay un hilo común que recorre todos los textos de Lenin escritos “en el inter de las dos revoluciones” (la de febrero y la de octubre), es su insistencia en el desfase que separa los contornos formales “explícitos” de la lucha política entre la multitud de partidos y otros sujetos políticos de los intereses sociales reales de la misma (paz inmediata, distribución de la tierra y, por supuesto, “todo el poder a los soviets”, es decir, el desmantelamiento de los aparatos estatales existentes y su sustitución por nuevas formas comunales de administración social). Este desfase es el desfase entre la revolución como explosión imaginaria de libertad en pleno entusiasmo sublime, momento mágico de solidaridad universal cuando “todo parece posible” y hay que realizar un duro trabajo de reconstrucción social si esta explosión entusiasta pretende dejar huellas en la inercia del propio edificio social.

Este desfase -repetición del desfase entre 1789 y 1793 en la Revolución Francesa- es precisamente el espacio de la intervención única de Lenin: la lección fundamental de materialismo revolucionario que nos da es que la revolución debe golpear dos veces, por motivos esenciales. El desfase no es simplemente el desfase entre forma y contenido: en lo que falla la “primera revolución” no es en el contenido, sino en la forma misma, sigue atascada en la vieja forma, en la idea de que la libertad y la justicia pueden lograrse simplemente haciendo uso del aparato estatal ya existente y de sus mecanismos democráticos. ¿Y si el partido “bueno” gana las elecciones libres y lleva a cabo “legalmente” la transformación socialista? (La expresión más clara de esta ilusión, rayando el ridículo, está en la tesis de Karl Kautsky, formulada en el decenio de 1920, de que la forma política lógica de la primera fase del socialismo, del pasaje del capitalismo al socialismo, es la coalición parlamentaria de partidos burgueses y proletarios). Se puede trazar aquí un perfecto paralelismo con los inicios de la modernidad, cuando la oposición a la hegemonía ideológica de la Iglesia se articuló en un primer momento bajo la propia forma de otra ideología religiosa, como una herejía: de acuerdo con esta misma pauta, los partidarios de la “primera revolución” quieren subvertir la dominación capitalista bajo la misma forma política de la democracia capitalista. Se trata de la “negación de la negación” hegeliana: en primer lugar, se niega el viejo orden dentro de su propia forma ideológico-política; a continuación, hay que negar la forma misma. Quienes vacilan, quienes tienen miedo de dar el segundo paso de superar la propia forma, son quienes (por repetir a Robespierre) quieren una “revolución sin revolución” (Lenin despliega toda la fuerza de su “hermenéutica de la sospecha” en la identificación de las distintas formas de este repliegue).

En sus escritos de 1917, Lenin reserva su ironía mordaz suma para quienes se meten en la búsqueda sin fin de algún tipo de “garantía” de la revolución; esta garantía adopta dos formas fundamentales: bien la noción reificada de Necesidad social (uno no debería arriesgarse a la revolución demasiado pronto; hay que esperar el momento adecuado, cuando la situación esté “madura” con respecto a las leyes del desarrollo histórico: “es demasiado pronto para la revolución socialista, la clase obrera todavía no está madura”), bien la legitimidad normativa (“democrática”: “la mayoría de la población no está de nuestro lado, así que la revolución no sería realmente democrática”), tal y como lo expresa Lenin repetidas veces, es como si el agente revolucionario, antes de arriesgarse a tomar el poder estatal, debiera obtener el permiso de alguna figura del gran Otro (organizar un referéndum que establecería que la mayoría apoya la revolución). Con Lenin, al igual que con Lacan, la revolución ne s’autorise que d’elle-meme (sólo se autoriza por sí misma): se debería asumir el acto revolucionario sin la cobertura del gran Otro -el miedo a tomar el poder “prematuramente”, la búsqueda de garantías, es el miedo al abismo del acto. En esto reside la dimensión fundamental de lo que Lenin denuncia sin cesar como “oportunismo” y su envite es que el “oportunismo” es una postura que es de suyo, inherentemente, falsa y que oculta el miedo a efectuar el acto tras la pantalla protectora de hechos, leyes o normas “objetivos”, lo cual explica que la primera medida para combatirlo sea anunciarlo claramente: “¿Qué hacer, entonces? Debemos aussprechen was ist (expresar lo que hay), “exponer los hechos”, admitir la verdad de que hay una tendencia, o una opinión, en nuestro Comité Central...”.

La respuesta de Lenin no consiste en hacer referencia a un conjunto diferente de “hechos objetivos”, sino en repetir la argumentación que Rosa Luxemburgo hizo un decenio antes contra Kautsky: los que esperan a que lleguen las condiciones objetivas de la revolución, esperarán siempre, una postura como ésta, del observador objetivo (y no de un agente implicado), es de por sí el principal obstáculo de la revolución. La contraargumentación de Lenin contra la crítica formal-democrática al segundo paso es que esta opción “democrática pura” es de por sí utópica: en las circunstancias concretas rusas, el Estado burgués-democrático no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir; el único modo “realista” de proteger las verdaderas conquistas de la Revolución de febrero (libertad de organización y de prensa, etcétera) pasa por avanzar hacia la revolución socialista, de otro modo, la reacción zarista vencerá.

La lección básica de la noción psicoanalítica de temporalidad es que hay cosas que hay que hacer para descubrir que son superfluas: en el transcurso del tratamiento, uno pierde meses en falsos movimientos hasta que “algo hace clic” y uno encuentra la fórmula adecuada, aunque retroactivamente parecen superfluos, estos rodeos eran necesarios. ¿No vale esto mismo también para la revolución? ¿Qué sucedió entonces cuando, en sus últimos años, Lenin se hizo plenamente consciente de las limitaciones del poder bolchevique? En este punto, habría que contraponer Lenin a Stalin: a partir de los ultimísimos escritos de Lenin, muy posteriores a su renuncia a la utopía de El Estado y la revolución, pueden discernirse los contornos de un modesto proyecto “realista” de lo que el poder bolchevique debería hacer. Debido al subdesarrollo económico y al atraso cultural de las masas rusas, no hay manera de que Rusia “pase directamente al socialismo”; todo lo que el poder de los soviets puede hacer es combinar una política moderada de “capitalismo de Estado” con una intensa educación cultural de las desidiosas masas campesinas; NO el lavado de cerebros de la “propaganda comunista”, sino simplemente una imposición paciente y gradual de los estándares civilizados desarrollados. Hechos y cifras revelan “qué inmensa cantidad de trabajo preliminar urgente tenemos todavía que hacer para alcanzar los estándares de un país civilizado normal de la Europa occidental... Debemos tener en cuenta la ignorancia semiasiática de la que todavía no nos hemos librado”. De modo que Lenin previene repetidas veces contra cualquier tipo de “implantación (directa) del comunismo”: “Bajo ningún concepto debe entenderse esto como que deberíamos limitarnos a propagar inmediatamente por el campo ideas estrictamente comunistas. Mientras a nuestro campo le falte la base material para el comunismo, hacerlo sería de hecho pernicioso, diría yo, incluso fatal, diría yo, para el comunismo”. Su tema recurrente es, pues, el siguiente: “lo más pernicioso en este contexto sería la prisa”. Contra esta postura de “revolución cultural”, Stalin optó por la noción profundamente antileninista de “construir el socialismo en un Estado”.

¿Significa esto, entonces, que Lenin adoptó en silencio la crítica menchevique habitual al utopismo bolchevique, su idea de que la revolución debe seguir las fases necesarias predestinadas (ésta sólo puede tener lugar una vez que se den sus condiciones materiales)? En este punto, podemos observar el refinado sentido dialéctico de Lenin en funcionamiento: Lenin es plenamente consciente de que en aquel momento, a principios del decenio de 1920, la principal tarea del poder bolchevique consiste en ejecutar las tareas del régimen burgués progresista (educación general, etcétera); sin embargo, el simple hecho de que sea un poder revolucionario proletario el que lo esté haciendo, cambia la situación en un sentido fundamental; hay una oportunidad única de que estas medidas “civilizatorias” se apliquen de tal modo que estén desprovistas de su restringido marco ideológico burgués (la educación general será realmente educación general al servicio del pueblo, no una máscara ideológica para la propagación del estrecho interés de clase burgués, etcétera). La paradoja verdaderamente dialéctica estriba, pues, en que la propia desesperanza de la situación rusa (el atraso que obliga al poder proletario a llevar a cabo el proceso civilizatorio burgués) es lo que puede convertirse en su ventaja única: “¿Y si la absoluta desesperanza de la situación, al estimular los esfuerzos de los obreros y los campesinos diez veces más, nos brindara la oportunidad de crear los requisitos fundamentales de la civilización de un modo diferente al de los países de la Europa occidental?”

Tenemos aquí dos modelos, dos lógicas incompatibles, de la revolución: los que esperan el momento teleológico maduro de la crisis final en el que la revolución estallará “a su debido tiempo” por la necesidad de la evolución histórica; y los que son conscientes de que la revolución no tiene un “debido tiempo”, los que perciben la oportunidad revolucionaria como algo que surge en los propios periplos del desarrollo histórico “normal” y que hay que aprovechar. Lenin no es un “subjetivista” voluntarista, en lo que insiste es en que la excepción (el conjunto extraordinario de circunstancias, como las de Rusia en 1917) ofrece una vía para socavar la propia norma. ¿Y no es esta línea de argumentación, esta postura fundamental, más actual hoy que nunca? ¿No vivimos también en una época en la que el Estado y sus aparatos, incluidos sus agentes políticos, son simplemente cada vez menos capaces de expresar las cuestiones clave? La ilusión de 1917 de que los problemas acuciantes a los que se enfrentaba Rusia (la paz, la distribución de la tierra, etcétera) podrían haberse resuelto a través de medidas parlamentarias “legales” es idéntica a la ilusión actual de que, por ejemplo, el peligro ecológico puede evitarse a través de una expansión de la lógica de mercado a la ecología (obligando a los contaminadores a pagar el precio del daño que ocasionan).

Uno: El derecho a la verdad

¿En qué punto estamos entonces hoy, de acuerdo con los criterios de Lenin? En la era de lo que Habermas designó como die neue Undurchsichtlichkeit (la nueva opacidad), nuestra experiencia cotidiana es más mistificadora que nunca: la propia modernización genera nuevos oscurantismos, la reducción de la libertad se nos presenta como la llegada de nuevas libertades. La percepción de que vivimos en una sociedad de elecciones libres, en la que tenemos que elegir hasta nuestros rasgos más “naturales” (la identidad étnica o sexual), es la forma de aparición de su exacto contrario, de la ausencia de elecciones libres. La última moda de películas de “realidad alterna”, que presentan la realidad existente como uno de los múltiples resultados posibles, señala una sociedad en la que las elecciones ya no importan realmente, quedan trivializadas.

En estas circunstancias, habría que poner especial cuidado en no confundir la ideología dominante con la ideología que parece imperar. Más que nunca, habría que tener en cuenta la advertencia de Walter Benjamin de que no basta con preguntar cómo una teoría (o arte) determinado declara situarse con respecto a las luchas sociales; habría que preguntar también cómo funciona efectivamente En estas propias luchas. En el sexo, la actitud de hecho hegemónica no es represión patriarcal, sino promiscuidad libre; en el arte, las provocaciones en la línea de las célebres exposiciones “Sensación” son la norma, el ejemplo de un arte integrado por completo en las altas esferas. Ayn Rand llevó esta lógica a su consumación, complementándola con una especie de giro hegeliano, es decir, reafirmando la propia ideología oficial como su propia y mayor transgresión, como en el título de uno de sus últimos libros de no ficción, “el capitalismo, ese ideal desconocido”, o en su lema “altos directivos, la última especie estadounidense en peligro de extinción”. A decir verdad, en la medida en que el funcionamiento “normal” del capitalismo supone cierto tipo de abjuración de su principio básico de funcionamiento (el modelo del capitalista actual es alguien que, después de haber generado beneficio de manera despiadada, comparte a continuación una porción de este mismo beneficio con generosidad, haciendo grandes donaciones a iglesias, a víctimas de abusos sexuales o étnicos, etcétera, y haciéndose pasar así por alguien humanitario), el acto máximo de transgresión consiste en afirmar este principio, privándolo de su baño humanitarista. Uno se ve tentado, por lo tanto, a darle la vuelta a la undécima tesis de Marx: la primera tarea hoy en día consiste precisamente en no sucumbir a la tentación de actuar, de intervenir de manera directa y cambiar las cosas (que a continuación acaba inevitablemente en un callejón sin salida de imposibilidad debilitante: “¿qué puede uno hacer contra el capital global?”) y en dedicarse, en cambio, a cuestionar las coordenadas ideológicas hegemónicas. En suma, nuestro momento histórico es todavía el de Adorno:

“A la pregunta de ‘¿qué habría que hacer?’, en la mayoría de los casos no puedo en verdad sino contestar con un ‘no lo sé’. No puedo sino intentar analizar con rigor lo que hay. En esto hay quien me reprocha: cuando ejerces la crítica, estás a la vez obligado a decir cómo habría que hacerlo mejor. Esto es lo que considero, sin lugar a dudas, un prejuicio burgués. Ha sucedido muchas veces en la historia que las mismas obras que perseguían objetivos puramente teóricos transformaron la conciencia y, por lo tanto, la realidad social”.

En la actualidad, si uno sigue una llamada directa a actuar, esta acción no se realizará en un espacio vacío, será una acción inscrita en las coordenadas ideológicas hegemónicas: los que “realmente quieren hacer algo para ayudar a la gente” se meten en aventuras (sin duda honorables) como Medecins sans frontiere, Greenpeace, campañas feministas y antirracistas, que no sólo se toleran sin excepción, sino que incluso reciben el apoyo de los medios de comunicación de masas, aun cuando entren aparentemente en territorio económico (por ejemplo, denunciando y boicoteando empresas que no respetan las condiciones ecológicas o que utilizan mano de obra infantil), se les tolera y apoya siempre que no se acerquen demasiado a determinado límite. Este tipo de actividad proporciona el ejemplo perfecto de interpasividad: de las cosas que se hacen no para conseguir algo, sino para impedir que suceda realmente algo, que cambie realmente algo. Toda la actividad humanitaria frenética, políticamente correcta, etcétera, encaja con la fórmula de “¡sigamos cambiando algo todo el tiempo para que, globalmente, las cosas permanezcan igual!”. Si los estudios culturales estándar critican el capitalismo, lo hacen de la forma codificada ejemplar de la paranoia liberal de Hollywood: el enemigo es “el sistema”, la “organización” oculta, la “conspiración” antidemocrática, no simplemente el capitalismo y los aparatos estatales. El problema de esta postura crítica no sólo estriba en que sustituye el análisis social concreto por la lucha contra fantasías paranoicas abstractas, sino también en que -en un gesto paranoico típico- redobla innecesariamente la realidad social, como si hubiera una organización secreta detrás de los órganos capitalistas y estatales “visibles”. Lo que habría que aceptar es que no hace falta una “organización (secreta) dentro de la organización”: la “conspiración” está ya en la organización “visible” como tal, en el sistema capitalista, en el modo en que funcionan el espacio político y los aparatos estatales.

Tomemos uno de los temas predominantes del mundo universitario radical estadounidense de la actualidad: los estudios poscoloniales. El problema del poscolonialismo es sin duda crucial; sin embargo, los estudios poscoloniales tienden a traducirlo en la problemática multiculturalista del derecho de las minorías colonizadas “a narrar” su experiencia como víctimas, de los mecanismos de poder que reprimen la “alteridad”, de modo que, a fin de cuentas, descubrimos que la raíz de la explotación poscolonial está en nuestra intolerancia hacia el otro y, además, que esta propia intolerancia está enraizada en nuestra intolerancia hacia el “Extraño en nosotros”, en nuestra incapacidad para enfrentarnos a lo que reprimimos en y de nosotros: la lucha político-económica se transforma así imperceptiblemente en un drama seudopsicoanalítico del sujeto incapaz de enfrentarse a sus traumas interiores... (¿Por qué seudopsicoanalítico? Porque la verdadera lección del psicoanálisis no es que los acontecimientos exteriores que nos fascinan y/o perturban son meras proyecciones de nuestros impulsos interiores reprimidos. La insoportable realidad de la vida es que, en efecto, ahí fuera hay acontecimientosperturbadores: hayotrosseres humanos que experimentan un intenso goce sexual mientras nosotros somos medio impotentes, hay personas sometidas a torturas espantosas... Es más, la verdad fundamental del psicoanálisis no consiste en el descubrimiento de nuestro verdadero Yo, sino en el encuentro traumático de un real insoportable). El excesivo celo políticamente correcto de la gran mayoría de profesores universitarios “radicales” actuales a la hora de tratar el sexismo, el racismo, las sweat shops del Tercer Mundo, etcétera, es, pues, en última instancia, una defensa contra su propia y más íntima identificación, una especie de ritual compulsivo cuya lógica oculta es: “¡hablemos todo lo posible de la necesidad de un cambio radical para asegurarnos que nada cambie realmente!” Con respecto a este “chic radical”, el primer gesto hacia los ideólogos y practicantes de la tercera vía debería ser de alabanza: por lo menos ellos juegan su juego de manera franca y son honestos en su aceptación de las coordenadas capitalistas globales, a diferencia de los izquierdistas universitarios pseudorradicales, que adoptan hacia la tercera vía una actitud de completo desdén, mientras su propio radicalismo equivale, en última instancia, a un gesto vacío que no obliga a nadie a nada particular.

Desde luego que aquí hay que establecer una diferencia tajante entre el auténtico compromiso social en beneficio de las minorías explotadas (pongamos, organizar a los trabajadores de campo chicanos empleados ilegalmente en California) y los planteles multiculturalistas/poscoloniales de rebelión intachable, sin riesgos y despachada enseguida que prosperan en los ámbitos universitarios “radicales” estadounidenses. Sin embargo, si, a diferencia de lo que hace el “multiculturalismo corporativo”, definimos el “multiculturalismo crítico” como una estrategia que señala que “hay fuerzas comunes de opresión, estrategias comunes de exclusión, estereotipación y estigmatización de los grupos oprimidos y, por consiguiente, enemigos comunes y blancos comunes de ataque”, no veo lo apropiado de seguir usando el término “multiculturalismo”, cuando el acento en este caso se desplaza hacia la lucha común. En su significado habitual, el multiculturalismo se adecua perfectamente a la lógica del mercado global.

Recientemente, los hindúes organizaron en India manifestaciones multitudinarias contra la empresa McDonald’s, después de que se supiera que, antes de congelar las patatas fritas, McDonald’s las freía en aceite extraído de grasa animal (de vacuno); una vez que la empresa hubo cedido en este punto, garantizando que todas las patatas fritas que se vendieran en India no se freirían más que en aceite vegetal, los hindúes, satisfechos, volvieron alegremente a atiborrarse de patatas fritas. Lejos de socavar la globalización, esta protesta contra McDonald’s y la rápida respuesta de la empresa señalaron la perfecta integración de los hindúes en el orden global diversificado.

El respeto “liberal” por los indios resulta, por consiguiente, condescendiente sin remedio, como nuestra actitud habitual hacia los niños pequeños: aunque no les tomamos en serio, “respetamos” sus costumbres inofensivas para no hacer añicos su mundo ilusorio. Cuando un visitante llega a un pueblo local con costumbres propias ¿hay algo más racista que sus torpes intentos de demostrar hasta qué punto “entiende” las costumbres locales y es capaz de seguirlas? ¿No atestigua un comportamiento así la misma actitud condescendiente que la que adoptan los adultos que se adaptan a sus hijos pequeños imitando sus gestos y su forma de hablar? ¿No es legítima la ofensa que sienten los habitantes locales cuando el intruso extranjero imita su manera de hablar? La falsedad condescendiente del visitante no reside meramente en el hecho de que éste se limite a fingir ser “uno de nosotros”, la cuestión es más bien que sólo establecemos un verdadero contacto con los habitantes locales cuando ellos nos revelan la distancia que ellos mismos mantienen con el espíritu de sus propias costumbres. Hay una anécdota muy conocida del príncipe Peter Petrovic Njegos, gobernante de Montenegro en la primera mitad del siglo XIX y célebre por sus batallas contra los turcos, así como por su poesía épica: cuando un visitante inglés en su corte, profundamente conmovido por un ritual local, expresó su deseo de participar en él, Njegos le desairó con crueldad: “¿por qué deberías ponerte tú también en ridículo? ¿No basta con que nosotros juguemos estos juegos absurdos?”

Además, ¿qué pasa con prácticas como la quema de las mujeres después de la muerte de su marido, que forma parte de la misma tradición hindú que las vacas sagradas? ¿Deberíamos (nosotros, los multiculturalistas occidentales tolerantes) respetar también estas prácticas? En este caso, el multiculturalismo tolerante se ve obligado a recurrir a una distinción profundamente eurocéntrica, una distinción por completo ajena al hinduismo: toleramos al otro con respecto a las costumbres que no dañan a nadie -en cuanto tocamos alguna dimensión (para nosotros) traumática, la tolerancia se acaba. En suma, la tolerancia es tolerancia al otro en la medida en que este otro no sea un “fundamentalista intolerante”, lo cual no quiere decir más que en la medida en que no sea el verdadero otro. La tolerancia es “tolerancia cero” para los verdaderos otros, para el otro en el peso sustancial de su jouissance (goce). Podemos ver cómo esta tolerancia liberal reproduce la operación “posmoderna” elemental de un acceso al objeto desprovisto de su sustancia: podemos disfrutar café sin cafeína, cerveza sin alcohol, sexo sin contacto corporal directo y, de acuerdo con el mismo patrón, incluso accedemos al otro étnico desprovisto de la sustancia de su Alteridad...

En otras palabras, el problema del multiculturalista liberal es que es incapaz de sostener la indiferencia hacia el goce excesivo del otro. Este jouissance le molesta, lo que explica que toda su estrategia se centre en mantenerlo a la distancia adecuada. La indiferencia hacia el jouissance del Otro, la profunda ausencia de envidia, es el componente clave de lo que Lacan llama la posición subjetiva de un “santo”. Al igual que los auténticos “fundamentalistas” (pongamos, los amish) que se muestran indiferentes, no molestos, ante el goce secreto de los otros, los verdaderos creyentes en una causa (universal), como San Pablo, son intencionadamente indiferentes a los hábitos y costumbres locales que, simplemente, no importan. A diferencia de ellos, el liberal multiculturalista es un “ironista” rortyano, que siempre mantiene una distancia, que siempre transfiere la creencia a otros, otros creen por él, en su lugar y, aunque pueda parecer (“a sus ojos”) que reprocha al otro creyente por el contenido particular de su creencia, lo que de verdad le molesta (“en sí mismo”) es la forma de la creencia como tal. La intolerancia es intolerancia hacia lo Real de una creencia. De hecho, el liberal multiculturalista se comporta como el marido proverbial que en principio admite que su mujer tenga un amante, sólo que no ESE tío, es decir, al final, cualquier amante particular resulta inaceptable: el liberal tolerante en principio admite el derecho a creer, al mismo tiempo que rechaza cualquier creencia determinada por “fundamentalista”. La broma suma de la tolerancia multiculturalista es, por supuesto, el modo en el que se inscribe en ella la diferencia de clase: para colmo (ideológico) de males (político-económicos), los individuos Políticamente Correctos de las clases altas la utilizan para reprochar a las clases bajas su “fundamentalismo” paleto y conservador.

Esto nos conduce a otra pregunta más radical: ¿constituye realmente el respeto por la creencia del otro (pongamos, por la creencia en el carácter sagrado de las vacas) el máximo horizonte ético? ¿no es más bien el horizonte máximo de la ética posmoderna, en la que, dado que la referencia a cualquier forma de verdad universal está descalificada como una forma de violencia cultural, lo único que importa en última instancia es el respeto por la fantasía del otro? O, por expresarlo de un modo más directo si cabe: vale, se puede sostener que mentir a los hindúes sobre la grasa de vacuno es algo cuestionable desde un punto de vista ético, sin embargo, ¿significa esto que no cabe argumentar públicamente que su creencia (en el carácter sagrado de las vacas) es ya de por sí una mentira, una falsa creencia? El hecho de que en estos momentos estén surgiendo “comités éticos” por todas partes, como setas, apunta en la misma dirección: ¿cómo puede ser que la ética se convierta de pronto en una cuestión de comités burocráticos (administrativos), nombrados por el Estado e investidos de la autoridad de determinar qué línea de acción puede considerarse aceptable desde un punto de vista ético? La respuesta de los teóricos de la “sociedad del riesgo” (nos hacen falta comités porque nos estamos enfrentando a nuevas situaciones en las que ya no es posible aplicar las viejas normas, es decir, los comités éticos son la señal de una ética “reflexionada”) resulta claramente insuficiente: estos comités son signo de un malestar más profundo (y, al mismo tiempo, una respuesta inadecuada al mismo).

El problema fundamental del “derecho a narrar” es que se refiere a la experiencia particular única como argumento político: “sólo una mujer negra lesbiana puede experimentar y decir lo que significa ser una mujer negra lesbiana”, etcétera. Este recurso a la experiencia particular que no puede universalizarse es siempre y por definición un gesto político conservador: en última instancia, todo el mundo puede evocar su experiencia única a fin de justificar los actos censurables que ha realizado. ¿No es posible que un verdugo nazi sostenga que sus víctimas no entienden realmente la visión interior que le mueve a hacer lo que hace? De acuerdo con este mismo esquema, en el decenio de 1950, Veit Harlan, el director de cine nazi, se desesperaba porque los judíos de Estados Unidos no mostraban ninguna comprensión ante su defensa del rodaje de El judío Süss, sosteniendo que ningún judío estadounidense podía entender realmente cuál era su situación en la Alemania nazi, lejos de justificarlo, esta verdad obscena (objetiva) era la peor mentira. Además, el hecho de que el mayor alegato por la tolerancia de la historia del cine se hiciera como defensa frente a los “intolerantes” ataques contra un celebrador del Ku Klux Klan dice mucho del extremo hasta el cual “tolerancia” constituye un significante muy “fluctuante”, por decirlo empleando términos actuales. Para D. W. Griffith, la película Intolerance (Intolerancia) no era un modo de exculparse del mensaje racista agresivo de The Birth of a Nation (El nacimiento de una nación): muy al contrario, se dolía de lo que consideraba “intolerancia” por parte de grupos que intentaron que se prohibiera The Birth of a Nation por su espíritu antinegros. En suma, cuando Griffith se queja de “intolerancia”, está mucho más cerca de los actuales fundamentalistas, que critican la defensa “políticamente correcta” de los derechos universales de las mujeres por la “intolerancia” que supone hacia su forma específica de vida, que a la actual valorización multiculturalista de las diferencias. Política de la verdad (¿? la frase aparece en minúsculas, siguiendo al punto:. the politics of truth. Pareciera que falta algo, yo omitiría la frase y punto).

Política de la verdad

Por consiguiente, el primer elemento del legado de Lenin que habría que reinventar en la actualidad es la política de la verdad, hipotecada tanto por la democracia política liberal como por el “totalitarismo”. La democracia, por supuesto, es el reino de los sofistas: sólo hay opiniones, cualquier referencia por parte de un agente político a alguna verdad definitiva se denuncia como “totalitaria”. Sin embargo, lo que imponen los regímenes del “totalitarismo” es también una mera apariencia de verdad: una enseñanza arbitraria cuya función no es más que la de legitimar las decisiones pragmáticas de los gobernantes. Vivimos en una era “posmoderna” en la que las afirmaciones de verdad se rechazan como tales, en tanto que expresión de mecanismos de poder ocultos. Tal y como les gusta recalcar a los nuevos pseudonietzscheanos, la verdad es una mentira sumamente eficaz para afirmar nuestra voluntad de poder. La propia pregunta, a propósito de un enunciado cualquiera, de “¿es esto cierto?” queda reemplazada por la pregunta de “¿bajo qué condiciones de poder se puede proferir este enunciado?” En lugar de la verdad universal, tenemos una multitud de perspectivas o, como está en boga decir hoy en día, de “narrativas”; por consiguiente, los dos filósofos del capitalismo global de la actualidad son los dos grandes “progresistas” liberales de izquierdas, Richard Rorty y Peter Singer, sinceros en su postura radical. Rorty define las coordenadas básicas: la dimensión fundamental de un ser humano es la capacidad de sufrir, de experimentar dolor y humillación, por consiguiente, puesto que los humanos son animales simbólicos, el derecho fundamental es el derecho a narrar la propia experiencia de sufrimiento y de humillación. Singer proporciona el trasfondo darwiniano: el “especismo” (el hecho de privilegiar a la especie humana) no es diferente del racismo, nuestra percepción de una diferencia entre humanos y (otros) animales no resulta menos ilógica y carente de ética que nuestra antigua percepción de una diferencia ética entre, pongamos, hombres y mujeres o negros y blancos.

El problema con Singer no es sólo el hecho bastante obvio de que mientras nosotros, humanos ecológicamente conscientes, estamos protegiendo especies animales en peligro de extinción, nuestro objetivo fundamental con respecto a los grupos humanos oprimidos y explotados no sólo es “protegerlos”, sino, sobre todo, dotarles del poder para hacerse cargo de sí mismos y llevar una vida libre y autónoma. Lo que se pierde en este narrativismo darwinista es sencillamente la dimensión de verdad, no la “verdad objetiva”, como idea de la realidad construida desde un punto de vista que de algún modo flota por encima de la multitud de narrativas particulares. Sin la referencia a esta dimensión universal de verdad, ninguno de nosotros dejamos en el fondo de ser “monos de un frío Dios” (tal y como lo expresara Marx en un poema de 1841), incluso en la versión progresista del darwinismo social de Singer. El envite de Lenin -hoy en día, en nuestra época de relativismo posmoderno, más actual que nunca- consiste en decir que la verdad universal y el partidismo, el gesto de tomar partido, no sólo no son mutuamente excluyentes, sino que se condicionan de manera recíproca: la verdad universal de una situación concreta sólo puede articularse desde una postura por completo partidaria -la verdad es, por definición, parcial. Esto, por supuesto, va en contra de la doxa predominante de compromiso, de encontrar un camino intermedio entre la multitud de intereses en conflicto. Si no se especifican los criterios de la narrativización diferente, alternativa, entonces este intento corre el peligro de respaldar, en el espíritu políticamente correcto, “narrativas” ridículas, como las que hablan de la supremacía de alguna sabiduría holística aborigen y de rechazar la ciencia como otra narrativa más, parangonable a cualquiera de las supersticiones premodernas. La respuesta leninista al “derecho a narrar” multitculturalista posmoderno debería ser, por lo tanto, una afirmación sin tapujos del derecho a la verdad. Cuando, en la debacle de 1914, prácticamente todos los partidos socialdemócratas europeos sucumbieron al fervor guerrero y votaron a favor de los créditos militares, el total rechazo por parte de Lenin de la “línea patriótica”, en su propio aislamiento con respecto al ánimo imperante, supuso el surgimiento singular de la verdad de toda la situación.

Introducción del libro de Slavoj Zizek, A propósito de Lenin. Política y subjetividad en el capitalismo tardío, Atuel, Buenos Aires, 2004.


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