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Cambio de estrategia en la venta de la Marca EUA

Publie le Lunes 14 de marzo de 2005 par Open-Publishing

La democracia en Medio Oriente, ¿puede sobrevivir al abrazo de Bush?

Por Naomi Klein

Comenzó siendo un chiste y ya se volvió ligeramente serio: la idea de que Bono pueda ser nombrado presidente del Banco Mundial. El Secretario de la Tesorería estadunidense, John Snow, recientemente describió a Bono como "una estrella de rock del mundo en desarrollo" y añadió, "es alguien a quien admiro".

Muy probablemente el trabajo se lo quedará un estadunidense, uno con credenciales menos convincentes, como Paul Wolfowitz. Pero hay una razón por la cual Bono es tan admirado que podría inclinar a la Casa Blanca a escoger un irlandés. Como líder de una de las marcas de rock que más ha perdurado, Bono se dirige a los republicanos como les gusta verse a sí mismos: no como administradores de una cada vez más pequeña esfera pública que desprecian, sino como directores ejecutivos de una poderosa corporación privada llamada Estados Unidos de América. "La Marca EUA está en problemas... es un problema para los negocios", advirtió Bono en el Foro Económico Mundial en Davos. La solución es "re-describirnos a un mundo que no está seguro de nuestros valores".

La administración de Bush está completamente de acuerdo, como lo demuestra la orgía de re-descripción que ahora se hace pasar por política externa estadunidense. Enfrentada a un mundo árabe enfurecido por la ocupación de Irak y su apoyo incondicional a Israel, la solución no es cambiar sus políticas brutales; es, por ponerlo en los términos seudo-académicos del mundo corporativo de las marcas, "cambiar la historia".

La Marca EUA

La última historia de la Marca EUA fue lanzada el 30 de enero, el día de las elecciones iraquíes, con todo y pegajoso eslogan ("el poder morado"), imágenes instantáneamente icónicas (dedos morados ­manchados por haber votado, N de la R) y, claro, una nueva narrativa acerca del papel de Estados Unidos en el mundo, contado y vuelto a contar por el mánager no oficial de la marca, el columnista Thomas Friedman, de The New York Times. "La historia de Irak fue reformulada, de ser una sobre ’insurgentes’ iraquíes tratando de liberar a su país de los ocupantes estadunidenses y sus ’secuaces’ iraquíes a una historia de una abrumadora mayoría iraquí intentando construir una democracia, con la ayuda de Estados Unidos, contra los deseos de los fascistas baatistas iraquíes y de la Jihad". Esta nueva historia es tan contagiosa, se nos dice, que produjo un efecto dominó similar a la caída del Muro de Berlín y al colapso del comunismo. (Sin embargo, en "la Primavera Árabe", la única pared a la vista ­el muro del apartheid israelí­ sigue ahí).

Como con todas las campañas publicitarias, el poder está en la repetición, no en los detalles. Los obvios non sequiturs (¿Bush toma el crédito por la muerte de Arafat?) y las estruendosas hipocresías (¡los ocupantes contra la ocupación!) simplemente significan que es hora de contar la historia de nuevo, sólo que más fuerte y más lento, en un estilo para turistas. Aún así, como Bush afirma que "Irán y otras naciones tienen el ejemplo de Irak", parece que es necesario enfocarse al menos brevemente en la realidad del ejemplo iraquí. El estado de emergencia acaba de ser renovado por quinto mes consecutivo y la Alianza de Iraquíes Unidos, a pesar de haber ganado una clara mayoría, aún no puede formar un gobierno. El problema no es que los iraquíes hayan perdido la fe en la democracia por la cual arriesgaron sus vidas el 30 de enero, sino que el sistema electoral impuesto por Washington es profundamente no-democrático.

Espantados por la perspectiva de que Irak sea gobernado por iraquíes, el ex administrador Paul Bremer diseñó unas elecciones que le dieron a los kurdos, simpatizantes de Estados Unidos, 27% de los escaños en la Asamblea Nacional, a pesar de que conforman sólo 15% de la población. Y, debido a que la constitución interina escrita por Estados Unidos requiere de una ridículamente elevada mayoría para todas las decisiones importantes, los kurdos ahora mantienen secuestrado al país. Su demanda central es controlar Kirkuk; si lo obtienen, y luego deciden separarse, el Kurdistán iraquí incluirá los extensos campos petroleros del norte. Los iraquíes kurdos tienen una legítima reivindicación de independencia y comprensibles temores de convertirse en blancos étnicos. Pero la alianza kurda-estadunidense le entregó a Washington un poder de veto sobre la democracia iraquí. Y si Kirkuk forma parte del Kurdistán iraquí, y si Irak se parte, Washington se quedará con un régimen dependiente y rico en petróleo ­aunque sea más pequeño del que originalmente vislumbraba.

El regalo para los fundamentalistas

Esta interferencia colonial amenaza con tornar el cuento de hadas de la "revolución del cedro" libanesa en una pesadilla. Se dice que a la mayoría de los libaneses le gustaría ver a Siria salirse de su país. Pero, como demostraron los cientos de miles que marcharon el 8 de marzo a favor del Hezbollah, no están dispuestos a que su anhelo de independencia sea secuestrado por los intereses de Washington y Tel Aviv. Al vincular los movimientos de independencia de Líbano a las intenciones estadunidenses en la región, la administración de Bush está debilitando a los seculares y los moderados religiosos de Líbano, e incrementando el poder del Hezbollah. Esto fue lo que hizo Bremer en Irak: cuando necesitaba un buen golpe noticiero, se tomaba una foto en un recién inaugurado centro para mujeres, un truco que hacía retroceder décadas al movimiento feminista. (Ahora, la mayoría de los centros están cerrados y cientos de iraquíes seculares que trabajaban con la coalición en las administraciones locales fueron asesinados.)

El problema no es sólo de ser culpable por asociación. También tiene que ver con que la definición de "liberación" de Bush le roba a las fuerzas democráticas sus más potentes herramientas. La única idea que ha desafiado a los reyes, tiranos y mullahs en Medio Oriente es la promesa de justicia económica, a través de políticas nacionalistas y socialistas de reforma agraria y control estatal del petróleo. Pero estas ideas no tienen cabida en la narrativa de Bush, en la cual la gente libre sólo es libre de escoger al llamado libre comercio. Eso deja a los seculares con poco que ofrecer más allá de un vacío discurso de "derechos humanos" ­una débil arma contra las poderosas espadas de la gloria étnica y la salvación eterna.

A George W. Bush le gusta decir que la democracia tiene el poder de derrotar a la tiranía. Tiene razón, y por eso es tan peligroso que la más poderosa idea emancipadora de la historia sea aventada dentro de un ejercicio de mercadeo sin contenido. Permitir que la administración de Bush meta las luchas de liberación de Líbano, Egipto y Palestina en su propia "historia" es un regalo para los autoritarios y fundamentalistas en todo el mundo. La libertad y la democracia necesitan ser liberados del mortal abrazo de Bush y devueltos a los movimientos en Medio Oriente que han luchado por estas causas durante décadas. Tienen una historia propia que terminar.


La Jornada
Traducción: Tania Molina Ramírez
Este texto fue publicado en The Nation