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Una rosa sobre Roldanillo

Publie le Lunes 11 de julio de 2005 par Open-Publishing

Cuando hace un cuarto de siglo Omar Rayo tomó la decisión de fundar un Museo de Arte Moderno en su ciudad natal de Roldanillo, en el norte del Valle del Cauca, hubo muchas reacciones encontradas. Algunos pensaron que el lugar estaba demasiado alejado de las grandes capitales culturales de Colombia, y que el esfuerzo se perdería en el espacio.


Por William Ospina

Hubo quien se dijo que el pintor ha debido dedicar sus esfuerzos a la cultura de Bogotá o de Cali. Pero hubo también quien comprendió que nada es tan necesario en un país tan diverso como poner a las regiones a dialogar con la modernidad y crear rutas nuevas para la cultura. Colombia ha sido víctima durante mucho tiempo de la lógica empobrecedora del centralismo, y sin embargo pocos países parecen exigir tanto un orden político y cultural capaz de valorar y de promover la riqueza y la originalidad de cada fracción del territorio.

En Colombia basta viajar tres horas por tierra, en cualquier dirección, para encontrarse en otro mundo. Cambian la vegetación, el clima, la topografía, la gente. Tres horas desde Cali hacia el occidente nos llevan de las llanuras abiertas del río Cauca a las bahías ardientes de Buenaventura. Tres horas nos llevan desde la extensa sabana fría de Bogotá hasta los cañones abrasados del Boquerón, cubiertos por bosques de palmeras; y bastan menos de tres horas al oriente de la misma sabana, en la vecindad de los páramos, para encontrar el milagro de los llanos infinitos, el caballo y el lazo, ya en el viento con arpas de la Orinoquia. Muy poco tiempo de las mesas de arboledas de Bucaramanga a los cañones calcinados del Chicamocha. Muy poco tiempo de los verdes minifundios que cercan a Pasto, sobre las cumbres incaicas de la cordillera, para llegar a los litorales oceánicos de Tumaco y sus orillas de manglares. Muy poco tiempo desde Medellín, con sus plazas ultramodernas y su sistema de vagonetas eléctricas que vuelan sin cesar sobre el hormigueo de los barrios, para llegar a las selvas lluviosas del Chocó, cuyos dioses no tienen nombre en castellano. Pocas horas de las fortificaciones inexpugnables de Cartagena y de sus calles de balcones como lámparas, para llegar al país interminable de las ciénagas. Tres horas desde los hielos del Ruiz y sus piscinas de azufre, pasando por las llanuras inclinadas de Herveo y las nieblas de Padua hasta el resplandor de las llanuras del Magdalena.

Del país de la Sierra Nevada al país de los desiertos de salitre, del país de las llanuras ganaderas al país del banano y la palma, de las llanuras ocres de sorgo o blancas de algodón a la neblina espesa del páramo de las Hermosas, del caliente Valle de las Tristezas al santuario de los dioses de piedra. ¿Cómo interpretar ese país sino con un reconocimiento continuo de su diversidad, con un canto a la originalidad de sus regiones, con una mirada rica en matices y un esfuerzo que alíe sin cesar la sensibilidad con el conocimiento?

EN COLOMBIA BASTA VIAJAR TRES HORAS POR TIERRA, EN CUALQUIER DIRECCIÓN, PARA ENCONTRARSE EN OTRO MUNDO.

Desafortunadamente, desde el momento en que el territorio cayó por primera vez en manos de los jinetes acorazados, se impuso la lógica burocrática y jurídica de las capitales. Capitales significa lugares que crecen a expensas de la diversidad del territorio, que se hacen más visibles, más importantes, más significativos que el resto del mundo, aunque secretamente viven de él. Hay una antigua leyenda, que no sé si es árabe o judía, según la cual si desde el cielo alguien dejara caer una rosa, ésta caería en el centro del templo de Jerusalén. Pero cada región, cada lugar del mundo, debería acuñar una fantasía semejante, porque sobre cada ramaje del planeta el sol pone por igual su luz y su fuego.

Por eso el Museo Rayo, de Roldanillo, es para mí el símbolo de un esfuerzo que debería multiplicarse por el país, por los países: crear escenarios donde lo local dialogue con lo universal, donde el lugar intercambie conocimiento y belleza con el mundo. En cada comunidad hay una vocación, un estilo, un lenguaje creador: músicas, tejidos, ornamentos, cultivos, flores de la imaginación, de la memoria o de la destreza.

Y en el Museo Rayo, también durante muchos años, la escritora Águeda Pizarro, nieta de farmaceutas granadinos y de mineros transilvanos, hija de un poeta andaluz y de una filóloga rumana, se ha dedicado a otra tarea apasionada: reunir cada año a las poetas colombianas en un encuentro que es ya una tradición. Allí han estado Carmelina Soto y Dominga Palacio, Dora Castellanos y Meira del Mar, al lado de numerosas escritoras de todo el país, y la labor no puede ser más importante: hacer conocer el trabajo de las poetas en un país acostumbrado a las reinas de belleza, a hacer muy visible el cuerpo de las mujeres para hacer muy invisible su espíritu.

En este mismo mes de julio las poetas de Colombia volverán a reunirse en esa hermosa ciudad, en el norte del valle, entre sus carreteras luminosas de samanes y de acacias, junto a esos cerros vegetales detrás de los cuales las selvas del Chocó empiezan a descender hacia las tormentas del Pacífico. Y Omar Rayo, quien acaba de inaugurar una hermosa exposición de su trabajo reciente en el Museo de Antioquia, en Medellín, se dispondrá a celebrar con sus vecinos los primeros 25 años del Museo de Arte de Roldanillo, un sitio donde ya puede caer la rosa que alguien suelte en el cielo.

OMAR RAYO SE DISPONE A CELEBRAR CON SUS VECINOS LOS PRIMEROS 25 AÑOS DEL MUSEO DE ARTE DE ROLDANILLO.