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Un minuto antes (del Cafta) Sida y Libre Comercio

Publie le Martes 27 de septiembre de 2005 par Open-Publishing

por Francisco Javier Sancho Más

He llegado tarde a la cita. No es con el médico, sino con aquella mujer sentada en un banquito al lado de la puerta cerrada de una consulta.

El médico viene conmigo, hablándome de ella. Todavía no se ha percatado de que está allí esperándonos, y cuando se da cuenta baja la mirada y la voz con un poco de rubor.

Ella tiene la espalda pegada a la pared, y la cabeza alta. Me mira con unos ojos enormes, como adivinando que soy yo el que le va a hacer la entrevista, y se levanta sin doblar la espalda; apenas un gesto de dolor por el esfuerzo asoma a sus labios.

Me ofrece la mano y se la doy. “Yo soy Ana, usted debe ser quien me va a entrevistar”, me dice bajito, pero sin titubear.

Le explico que vamos a publicar su testimonio en la página web de una organización.

Le explico otras cosas y me pide que no revele su nombre ni demasiados datos.

Entonces, ella misma me brinda la primera pregunta

¿A qué le tiene miedo?

Ana vive en un barrio, llamado el Guasmo, de una ciudad de un país que podría ser cualquiera de América Latina, tal vez el nuestro: calles sin asfalto, pulperías en todos lados, farmacias con unos cuantos medicamentos genéricos para los dolores esenciales, y por la noche, todo cerrado, la vida valiendo menos, y el etcétera que todos podríamos añadir.

A unos cuantos kilómetros del Guasmo se encuentra la primera comunidad rural.
Allá es donde acude a diario Ana para impartir clases en un colegio de primaria.

“Tengo miedo primero por mis hijos, no quiero que al exponerme yo, ellos sufran. Necesitan trabajar y no es justo que yo sea la causa de que...” Ana no puede seguir hablando: su voz no le alcanza, y la debilidad evidente de su cuerpo no resiste la más ligera emoción sin que el dolor se le mezcle en el rostro con las lágrimas.
También teme que en el colegio digan que por culpa de ella, los niños y las niñas se van a ver infectados. “¿Sabe?, allá la gente cree que por compartir hasta el mismo servicio higiénico se pueden contagiar”.

Ana supo que tenía Sida después de que su marido muriese a consecuencia de la enfermedad. Hasta entonces nunca se le había ocurrido pensar que ella pudiera tenerlo.

Cuando le anunciaron que sus resultados daban positivo le entró la desazón enorme de tener ante sus ojos el panorama de tres hijos y su pobre sueldo de maestra.
Al principio su primera reacción fue no decírselo a nadie. Luego cobró valor y empezó por su familia.

Tuvo respuestas de todo tipo.

Algún hermano sintió cierta compasión y todavía la visita, “pero invitarme a que yo vaya a su casa con su mujer y sus hijos, eso nunca lo hace. Cuando no sabían, hasta mi cuñada venía a verme, pero ahora...”

Ana empezó el tratamiento antirretroviral hace unos meses. Le han contado de muchas personas que viven con el VIH/Sida a los que el Ministerio de Salud, a pesar de la ayuda del Fondo Global, les ha interrumpido el tratamiento, y cuando han preguntado, les han pedido comprensión, “el Ministerio pidiendo comprensión a los que sufren la enfermedad” porque es un medicamento caro y difícil de conseguir para un presupuesto tan pequeño.

Muchos de esos pacientes, después de escuchar el “vuelva usted otro día” se han tenido que regresar a sus lugares, algunos a regiones muy alejadas del hospital de la capital, que es donde únicamente se garantiza el medicamento (aunque no siempre es verdad).

Para un paciente de esta enfermedad, como de cualquier otra afección crónica, la interrupción del tratamiento tiene consecuencias gravísimas y se puede ver en poco tiempo forzado a cambiar de tratamiento, encareciéndose aún más el precio y siendo más incierto que el Ministerio lo consiga.

Un viaje tan largo para no venir más que a esto: a que le quiten a uno las ganas y la esperanza; a que le hagan más difícil aún esta enfermedad, que no es más que una enfermedad perfectamente tratable.

Pero Ana sabe que hay tratamientos mucho más baratos e igual de efectivos, lo sabe porque hay un ONG que los utiliza en muchos países, y sabe también que en su país no los hay sencillamente, porque en unas mesas donde se negoció todo, hasta la vida de Ana, se establecieron compromisos, bajo la mirada de EU, para un tratado de libre comercio que iba a bloquear la posibilidad de contar con medicamentos genéricos nuevos durante una serie de años, y años son precisamente lo que Ana no puede esperar, y mucho menos tolerar que el Ministerio de Salud se quede sin medicamentos.

Ana tampoco entiende que a pesar de la ayuda del Fondo Global y del gasto que ha supuesto la formación al personal sanitario de los hospitales públicos para que éstos sepan cómo se trata a los pacientes con esta enfermedad mínimamente, aún se sigan dando casos vergonzosos de ciertos sanitarios que tratan a los enfermos de

Sida con mucha discriminación.

En los trabajos ocurre lo mismo.

Si viviéramos en otro mundo, Ana podría ir a clase sin miedo.

Ella conoce las medidas de precaución, y en el colegio ya han venido a hablar de las formas de infección y prevención, sin saber que esa profesora delgada y siempre con la espalda recta tiene el virus.

Esto no sería un drama si la educación y las precauciones para este tipo de enfermedades fueran una práctica normal y no un tabú (seguramente tan sólo porque hay que hablar de sexo en algunos momentos, ¡clase de escándalo en pleno siglo XXI!).

No sería un drama, si en las negociaciones como en las del Cafta no nos estuviéramos eliminando a nosotros mismos la posibilidad de tener genéricos de las nuevas terapias del Sida que, a este ritmo de rupturas de stock, los pacientes necesitarán en muy poco tiempo.

¿Quién puede poner el acceso a los medicamentos para la salud de la gente en una mesa de negociación comercial?

¿Quién puede disponer de un derecho tan sagrado de la gente a ese precio?

¿Quién puede aprobar o defender que se haya negociado a costa de otros intereses que pueden ser comercialmente beneficiosos (dejémoslo en duda por lo menos), pero que atentan contra la salud y la posibilidad de que muchas personas como Ana se sigan tratando?

Pues solamente será quien pude pagar por un tratamiento tan caro, solamente quien tiene dinero para ello, pero esos no son la gran mayoría de los latinoamericanos ni de los nicaragüenses. Entonces, sólo por eso, y por más cosas, pero bastaría eso, para que el Cafta no siga adelante si no se vuelve a poner la dignidad por delante y a sacar de este tratado los puntos más sensibles como éstos.

Estados Unidos no permitió que se hablara de los subsidios que ellos otorgan a sus campesinos.

No iba a poner en la mesa de negociación ese tema tan delicado para ellos.

Nosotros pusimos hasta nuestra salud.

¿Qué más podemos dar?

No hace muchos años hasta se puso en venta la sangre de nicaragüenses a una empresa. A un periodista de todos, por denunciarlo, lo asesinaron a balazos (se refiere al director de La Prensa, Pedro Joaquín Chamorro, que fue asesinado por el dictador Somoza en 1978. Años antes había denunciado a la empresa de Somoza que, después del desolador terremoto de Managua en 1972, inició a comprar sangre de los nicaragüenses para después venderlo a los hospitales que lo necesitaban con urgencia para las miles de personas heridas después del sismo n.d.r.)

Ana, con una voz ahogada, pero con la voz de muchos, pide que no se le deje sin su medicamento, ahora que está aprendiendo a convivir con el virus, ahora que está recuperando a trocitos la esperanza.

Nadie lo quiere reconocer, pero es sabido que aumentan los casos de Sida, y de Tuberculosis asociado a Sida y de otras enfermedades, pero se siguen dando escenas como hace poco, de nuevo, en un hospital de Managua cuando, al venir los pacientes de Sida, no recibieron sus medicamentos. No sólo sucede con los de Sida, pero ¿qué pretende el Ministerio? ¿Por qué poner en riesgo a estos pacientes?

¿Dónde están los millones del Fondo Global?

Cuando uno de los escasos “privilegiados” que fueron apuntados en la lista para recibir tratamiento este año golpeó a la puerta y no le dieron sus medicamentos, ¿quién y qué está detrás de esta falta de humanidad, de ética, de todo? ¿Por qué el Ministerio no dice nada? ¿Por qué nadie se escandaliza? ¿A qué le tenemos miedo?

Ana me dice en confianza al final que a ella lo que más le duele no es la enfermedad, sino el haberle sido fiel a una persona (su esposo difunto) toda la vida, y darse cuenta al morir que éste le había engañado y además de que le había transmitido una enfermedad, una herencia que le cambió todo.

A Ana lo que más le duele es sentirse traicionada.

“Si lo hubiera sabido un minuto antes de estar con él”, me dice casi sin voz. A muchos pacientes, no sólo de Sida, sino de otras enfermedades crónicas les puede pasar lo mismo.

Lo que más duele es saber que en una negociación comercial como el Cafta, resulta que también se negoció con la salud de todos, por haberle dado ventaja a la industria farmacéutica norteamericana, y que esto ni siquiera es susceptible de ser revisado.
No es una cuestión de Cafta sí o Cafta o no, sino de no aceptar puntos inaceptables.
Forzar a Nicaragua a un todo o nada, no es justo, no es nada justo.

Y a Nicaragua lo que más lo dolerá en cualquier caso, no serán las enfermedades (aunque muchas enfermedades no son la causa de la muerte, sino la falta de medicamentos por razones políticas). Lo que más duele es sentirse traicionado.

Si al menos en los cómodos asientos de la Asamblea supieran de este dolor un minuto antes de votar por el Cafta...

Nota y fotos Giorgio Trucchi