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La muerte del último Rey

Publie le Martes 12 de abril de 2005 par Open-Publishing

Los católicos lo recibieron hace 26 años como una suerte de frágil pastor casi extraviado en el pomposo mundo romano: ahora lo despiden tumultuosamente como a un rey.

Por William Ospina


TENÍA DE PÍO XII el afán de protagonismo histórico, con la diferencia de que Juan Pablo II llegó a ser verdaderamente influyente, considerado un líder político mundial, en tanto que el otro fue apenas una sombra de los grandes poderes planetarios. Tenía de Juan XXIII un sentido de la historia y de la modernidad, la preocupación de hacer que la Iglesia estuviera más cerca de la vida de sus fieles, con la diferencia de que al mismo tiempo Juan Pablo II le temía a la modernidad, a su nihilismo y a su teoría de libertades crecientes, y sentía nostalgia de las edades de fe, en las que la Iglesia tuvo todo el poder sobre la civilización de Occidente. Tenía de Paulo VI el amor por los viajes, la conciencia de que la Iglesia Católica era un hecho planetario y como tal debía hacer sentir en todas partes la presencia de su líder.

QUIEREN CANONIZARLO, QUIEREN QUE SEA DECLARADO EL GRANDE, COMO ALEJANDRO O CARLOMAGNO, PIDEN DE RELIQUIA SU CORAZÓN.

Cuando murió Paulo VI el catolicismo era una de las religiones más extendidas del mundo, pero no era tan evidente su importancia histórica, su influencia sobre la actualidad. Ese pontífice ya no tenía ni la autoridad de Pío XII, ni el carisma bondadoso y audaz de Juan XXIII. La Iglesia se parecía al diagnóstico que hacían de ella sus críticos: una comunidad histórica declinante, más importante por su número que por su dinámica, cuyos valores morales se desmoronaban, que vacilaba entre el fasto de sus tradiciones y el deber de ser parte de la vida sencilla de sus fieles. Y el breve reinado de Juan Pablo I sólo sirvió para desconcertar: no parecía ser el Papa que la Iglesia necesitaba. Era, si se quiere, demasiado bueno, demasiado ingenuo, demasiado cándido, para devolver a la iglesia el poder que alguna vez tuvo y que se había ido convirtiendo en nostalgia.

Suele recordarse que cuando, a finales de la Segunda Guerra Mundial, Pío XII pidió ser incluido en la cumbre de jerarcas del mundo, uno de ellos preguntó con pragmatismo: "¿Y cuántas divisiones tiene el Papa?". Habían pasado los tiempos en que los papas eran cabeza de crueles ejércitos, los tiempos de Julio II, guerrero y mecenas. La Iglesia padecía, desde los días melancólicos de Pío VI, la conciencia de su marginamiento político, su repliegue hacia ese costado espiritual que es mucho más afín a su doctrina, su declinación como reino de este mundo.

PRIMERO LAS REFORMAS protestantes y después la Revolución Francesa la habían desplazado del centro de la historia. Lutero clamó contra la pretensión de que las almas saltaban de la condenación a la salvación si alguien hacía sonar monedas en la bolsa de la Iglesia. Calvino condenó el fasto de príncipes italianos de los obispos de Roma, y ordenó la sencillez y la extrema austeridad. Después los liberales vieron en la Iglesia un nido de opulencias y corrupciones, y los filósofos iluministas se burlaron de ella, hasta que finalmente la risa de Voltaire desnudó todas las inconsecuencias de una Iglesia que había abjurado de los ideales de sus fundadores, y que sin mirar a las aves del cielo ni a los lirios del campo se entregaba al fasto, al orgullo, al atesoramiento y a la venganza.

El fin de la Edad Media fue el fin de su edad de oro. La edad en que el Papa de Roma era el centro del mundo, con su poder espiritual bien respaldado por el poder material. Cuando la Iglesia perseguía a los pueblos no creyentes con guerras, a grupos disidentes como los cátaros con salvajes cruzadas, y a los individuos remisos con las hogueras y los garfios de la santa Inquisición. Cuando la salvación era obligatoria y la Iglesia la única nave segura, y la excomunión una amenaza más espantosa que el infierno.

Después se abrió camino la razón, vino el renacimiento de la sensualidad pagana, el renacimiento de la lógica pagana, la idea de que la religión es mejor como fuerza moral que como poder material. Y la memoria de las crueldades y las atrocidades y las profanaciones que obró con su arrogancia, su flagrante renuncia a la hermosa promesa de Cristo de amor, de humildad, de perdón y de sencillez del vivir.

VINO LA EDAD de las repúblicas, la necesidad de separar la Iglesia del Estado, de restringir el poder de los clérigos, de conceder al individuo el derecho de interpretación de los textos sagrados, la libertad de culto, el respeto por las creencias, por otras religiones, la renuncia a los dogmas que convertían todo lo distinto en un error, toda disidencia en un crimen, toda mitología distinta en una abominación. La educación laica, la Iglesia discreta, un orden más ético que político.

CUALQUIER PAPA QUE VENGA DEMOSTRARÁ QUE LA HISTORIA SIGUE SU CURSO, QUE LA IGLESIA CATÓLICA NO ENCARNA EL FUTURO.

Marx se atrevió a decir que la religión era el opio del pueblo. Nietzsche puso a su gárrulo Zaratustra a decir que Dios había muerto. Y el mundo pareció creerles, y a lo largo de la primera mitad del siglo XX la Iglesia Católica, igual que las otras iglesias reformistas parecían piezas de museo, recuerdos que se disponía a llevarse el huracán de la historia.

Un joven amigo me llamó esta semana para decirme que estaba viendo la despedida de un rey. Nos gustaría ver a Carlos Marx y a Nietzsche siendo testigos de la extraña voltereta histórica que puso en manos de Juan Pablo II una Iglesia con un papel discreto en el mundo contemporáneo y lo vio, en un pontificado lleno de acontecimientos, recuperar para la Iglesia mucho de la fuerza y el esplendor que fueron suyos en otro tiempo.

Los católicos lo recibieron hace 26 años como una suerte de frágil pastor eslavo casi extraviado en el pomposo mundo romano: ahora lo despiden tumultuosamente como a un rey.

Y, VIENDO A LOS OTROS REYES de Europa, políticos y religiosos, uno se ve tentado a decir que lo despiden como al último de los grandes reyes. Quieren canonizarlo, quieren que sea declarado El Grande, como Alejandro o Carlomagno, piden de reliquia su corazón. Le atribuyen la caída de la Unión Soviética, le atribuyen a su peregrinar incesante el renovado vigor a la Iglesia, piensan que su visita fortaleció la resistencia de Cuba.

Es evidente que no fue el cargo lo que exaltó al hombre sino el hombre el que fortaleció el cargo. Juan Pablo I y Paulo VI también fueron papas. Ninguno de ellos supo tejer en el aire una cabriola mágica como la de este extraño y paradójico Karol Wojtyla, el obrero, el actor de teatro, el declamador de versos.

No parece haber nadie con su fuerza entre los aspirantes a sucederlo. Cualquier Papa que venga demostrará que la historia sigue su curso, que la Iglesia Católica no encarna el futuro. Que sus prédicas no responden a las exigencias de este tiempo, y sus prácticas no responden a los desafíos de este mundo. Que tendrán que nacer otras religiones, otros mitos y otros dioses. Pero en su lenta y estremecida declinación, la Iglesia Católica tuvo a este extraño personaje, ávido de futuro y temeroso del futuro, avergonzado del pasado y nostálgico del pasado, que dijo que la Edad Media fue la mejor de las edades, pero no pudo dejar de pedir perdón por todo lo que hizo la Iglesia en la Edad Media, su reino perdido. Un hombre humilde atrapado en un palacio, un renovador atrapado en el dédalo de la tradición, un hombre defendiendo cosas vagamente divinas en el más mundano de los siglos.