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La lección del infierno

Publie le Miércoles 25 de mayo de 2005 par Open-Publishing

Hace apenas 60 años terminó la Segunda Guerra Mundial, y todavía más escalofriante que ver los testimonios de los campos de concentración, con sus toneladas de huesos vivientes y sus relatos de horror minuciosos, es comprobar que la humanidad no aprendió la lección del infierno.

Por William Ospina

Dos vencedores de los nazis de hace medio siglo son ahora los que mantienen campos de concentración y cárceles de tormento, la guerra sigue siendo la gran solución de ciertos gobernantes para los conflictos sociales y para los choques culturales, y la llamada civilización occidental no sólo sigue teniendo en el tráfico de armas su principal negocio, sino que persiste en su insensibilidad con los desposeídos y en su indiferencia frente al sufrimiento.

La gran lección de los sabios y de los santos de Occidente fue siempre la solidaridad. Cristo, en cuyo ejemplo dicen fundarse las naciones occidentales, predicaba el amor, la paz y la generosidad como valores supremos. El poder, la guerra y el negocio, son las respuestas que les dan los dueños del mundo a esos grandes principios.

Yo diría que el de los nazis era un esfuerzo por oponerse a la tendencia creciente de los pueblos a las fusiones raciales y a las mezclas culturales. La idea de pureza estaba en el centro de sus obsesiones, y por supuesto sólo llamaban pureza a la de su cultura, no a la de los maoríes, los u’wa o los nuba de muslos azules. Nada les repugnaba tanto como los mestizajes de los pueblos del mediterráneo, esos españoles que estaban en el cruce de todos los caminos, esos italianos que se acostaban en cualquier prado, esos griegos que se habían vuelto turcos, esos gitanos y esos judíos sin más patria que un libro, que eran hijos del viento. La raza aria era la raza pura, que no debía degenerarse mezclándose con otras. La cultura alemana era la gran cultura de Occidente; sus filosofías, sus ciencias, sus artes, su poesía, su música, los hacían dignos de ser los amos del mundo, y de pretender depurar a la humanidad de sus errores y sus deformidades. Su respeto hegeliano por el Estado como forma suprema de la organización política; su idealización de la disciplina como forma superior del orden social; y su culto espartano por la formación militar como expresión suprema de lo humano, llevaron a los jerarcas nazis, y al pueblo que les creyó, a esa suerte de religión del horror y de la intolerancia.

Pero no hay que olvidar que fue también amparándose en altos ideales de piedad, de ortodoxia y de fidelidad a unas tradiciones como la Iglesia de Roma, después imitada por otras, fundó la Santa Inquisición, uno de los más firmes precedentes del nazismo en la cultura de Occidente.

Ninguna sociedad humana ha inventado tantos argumentos racionales para justificar su barbarie. Ninguna ha sido capaz de refinar de tal manera su aparato escenográfico para hacer del odio un sistema, de la degradación de los humanos un método, de la ferocidad un espectáculo. Borges dijo que otras edades pudieron ser crueles y salvajes de manera espontánea, pero que la nuestra necesita filosofías de la barbarie, enciclopedias del crimen.

Sin embargo, también fue Borges quien advirtió, en su hermoso ensayo "Anotación al 23 de agosto de 1944", escrito con motivo de la liberación de París, que en el fondo de esa maquinaria destructiva palpitaba un anhelo de autodestrucción. "Arriesgo esta conjetura: Hitler quiere ser derrotado.

... LA GUERRA SIGUE SIENDO LA GRAN SOLUCIÓN DE CIERTOS GOBERNANTES PARA LOS CONFLICTOS SOCIALES Y PARA LOS CHOQUES CULTURALES...

Hitler, de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán, así como el buitre de metal y el dragón, que no debían ignorar que eran monstruos, colaboraban, misteriosamente, con Hércules".

En su afán por destruir lo distinto, el nazismo, tan aparentemente orgulloso de su raza, de su estado y de su cultura, estaba trabajando ciegamente por su propia aniquilación. Esa hipótesis, que un año después se vio confirmada por la realidad, merece muchas reflexiones. A partir de cierto momento, los nazis no trataban de triunfar sino de hacer más contundente y más definitivo su derrumbamiento. Hitler mismo, que había sido un astuto estratega militar, cerró sus oídos a los informes de sus generales y se dedicó a dar órdenes de resistencia y de avance cada vez más demenciales y suicidas.

A pesar de los testimonios de los generales nazis en Nuremberg, que no parecen mostrar el menor arrepentimiento, y que se declaran sorprendidos por la existencia de los campos de exterminio, ninguno de ellos pudo ignorar ni las implicaciones ni las consecuencias posibles de su manera de pensar. "Matar niños no es muy deportivo", dijo con espantosa frialdad el mariscal Goering. Ello sólo puede significar que una cultura envanecida por su propio sentimiento de superioridad aceptó voluntariamente la degradación y la infamia.

Los hombres pueden atrincherarse en su raza para odiar la raza de otros, en su cultura para odiar otras culturas, en su riqueza para odiar a los pobres, en su belleza para odiar a los feos, en su refinamiento para despreciar a los rústicos, en su ilustración para descalificar a los ignorantes, pero no pueden olvidar que más allá de la ilustración, del refinamiento, de la belleza, de la riqueza, de la cultura, y de la raza, son tan humanos como ellos, comparten el mismo cuerpo con ojos y con brazos capaz de fatiga y de sufrimiento, la misma conciencia capaz de imaginación y de delirio, la misma sustancia hecha para morir. No pueden ignorar que degradando a los otros, con cualquier pretexto, se degradan a sí mismos; que autorizando la aniquilación de los otros están reclamando la propia aniquilación. Tal es la misteriosa condición humana, que sólo puede hacerles a los demás lo que secretamente anhela que le hagan a sí misma.

Es por eso que la tolerancia es un mínimo mecanismo de supervivencia. El respeto por cualquier ser humano es un homenaje a la propia condición humana, toda solidaridad es un favor que el humano se hace a sí mismo. Y más allá de la tolerancia, por supuesto, alienta una virtud más difícil, pero más sublime y más poderosa, la que verdaderamente hace de Cristo un Dios, y es el amor.
*(Leído en la presentación de la Campaña por la Tolerancia, de P.S. Films, Canal Caracol y el PNUD)

EL RESPETO POR CUALQUIER SER HUMANO ES UN HOMENAJE A LA PROPIA CONDICIÓN HUMANA, TODA SOLIDARIDAD ES UN FAVOR QUE EL HUMANO SE HACE A SÍ MISMO.