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Atahualpa y el nombre de Dios

Publie le Domingo 5 de junio de 2005 par Open-Publishing
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I>Cuenta Prescott que el inca Atahualpa, desconocedor de la escritura, recibió de manos de fray Vicente de Valverde un objeto en el cual, según el sacerdote, estaban todas las enseñanzas del mundo; pero al llevarlo a su oído no escuchó nada, y lo arrojó por tierra con indignación, sintiéndose burlado.

Por William Ospina

<Fue ese gesto el que le permitió al fraile autorizar a Pizarro para que masacrara en una sola tarde con cañones y arcabuces a los siete mil incas lujosos del cortejo del rey, que venían desarmados, vestidos con trajes ceremoniales y cantando en honor a sus visitantes, con el argumento de que aquel perro había ultrajado la Sagrada Escritura.

En su cautiverio, que duró muchos meses, Atahualpa observaba con extrañeza cómo los hombres de Pizarro, poniendo sus ojos sobre aquellos objetos de muchos planos superpuestos, repetían palabras similares, e incluso cantaban las mismas canciones. Dedujo por ello que habría una relación entre los signos que había en las hojas y las palabras que los hombres repetían. Su primera sospecha fue que los libros existían desde siempre, igual que los guijarros, las aves o las estrellas, y que algunos hombres sabían descifrarlos, así como sus augures descifraban en el orden de las piedras, en el vuelo de los pájaros o en la posición de los astros los mensajes de la divinidad. Pero después advirtió que no sólo los sacerdotes sino los soldados manejaban aquel arte, y tuvo la intuición oscura de que alguno de esos hombres había puesto allí los trazos que los otros reconocían.

Esta reflexión llegó a fascinarlo tanto que se desentendía de las penas del cautiverio y hasta de los desvelos de sus súbditos, que andaban por todo el imperio recogiendo objetos de oro para pagar su rescate. Un día vio cómo Hernando de Soto, quien trataba de hacerse su amigo y le enseñaba a jugar al ajedrez, trazó con una pluma sobre una superficie ciertas líneas que después miró mientras pronunciaba palabras en voz alta ante uno de sus subalternos, y llegó a la conclusión de que por algún arte secreto, las palabras que Soto decía estaban también en los trazos que había hecho con la pluma. Entonces se dijo que de algún modo las palabras que huyen en el viento podían atraparse mágicamente en esos signos que los españoles poseían, y hasta ser despertadas después a voluntad.

Procuró no preguntar nada a los conquistadores, porque estaba seguro de que eran enemigos hábiles en engaños y que no le dirían la verdad, pero escuchaba y miraba, escuchaba y miraba, anhelando apropiarse de aquel secreto. Después de muchas meditaciones concibió un plan. Hablando con uno de los guardias que entendía su lengua le preguntó si era posible copiar el nombre del dios de los españoles. El guardia, para congraciarse con él, no sólo le dijo que era posible sino que se dispuso a escribir el nombre sobre una hoja. Atahualpa desconfiaba del papel, de modo que mejor le pidió que le pusiera el nombre sobre las uñas de su mano derecha. Sintiendo que el cautivo quería convertirse, y que acaso Dios mismo estaba despertando en él esa necesidad de familiarizarse con el nombre divino, hasta el punto de anhelar que se lo inscribieran en su propio cuerpo, el soldado tomó una pluma y, sobre las cuatro uñas sucesivas de la mano derecha del inca, trazó las cuatro letras de la palabra "Dios", de modo que la D quedó sobre el dedo meñique, la I sobre el anular, la O sobre el dedo del corazón y la S sobre el índice. Una vez hechos los trazos en tinta negra sobre las uñas pálidas de esa mano color canela, el guardia pronunció varias veces la palabra "Dios", señalando las uñas, para que Atahualpa supiera con claridad cómo sonaban los signos.

EL SOLDADO TOMÓ LA PLUMA Y, SOBRE LAS CUATRO UÑAS SUCESIVAS DE LA MANO DERECHA DEL INCA, TRAZÓ LAS CUATRO LETRAS DE LA PALABRA "DIOS".

Todo ese día Atahualpa miró sus uñas, sin duda preguntándose si el nombre del dios escrito en ellas sería un poder bueno o maligno, y si el guardia habría escrito el nombre verdadero. Para estar seguro de su significado, mostró más tarde los signos a otro soldado, y tuvo un sobresalto de maravilla cuando éste, al verlos, pronunció en voz alta la palabra "Dios". Entonces el rey siguió repitiendo el experimento en los días posteriores, con los distintos centinelas que se apostaban a las puertas de su prisión.

Eran los últimos días de su cautiverio. A lo lejos se veían las hileras de incas procedentes de los distintos lugares del reino, trayendo en fardos sobre sus hombros, o sobre el lomo de las llamas, los objetos de oro que debían llenar una habitación de Cajamarca para que los españoles pusieran en libertad a su rey. Atahualpa no imaginaba que después de pagar el inmenso rescate sus captores considerarían peligroso dejarlo libre, y le seguirían un juicio implacable por idolatría para deshacerse de él.

Cada vez más ansioso por entender los secretos de esa magia española, Atahualpa le mostró el nombre a Hernando de Soto la siguiente vez que vino a visitarlo para practicar el juego del ajedrez. Soto pronunció enseguida la palabra "Dios", para maravilla del inca, pero como ignoraba sus meditaciones y sus asombros, rió con franqueza, creyendo que el prisionero había hecho escribir el nombre en sus uñas como un conjuro ingenuo para ganarle la partida, y le dijo que en vez de solicitar la ayuda divina debía esforzarse por dominar las leyes del juego.

Atahualpa estaba satisfecho. La reacción de Soto le confirmó que en sus uñas estaba fija la palabra mágica, y hasta empezó a preguntarse si esa posesión no le conferiría algún poder. Siguió mostrando sus dedos a los soldados, y éstos invariablemente repetían "Dios" al mirarlo, aunque después le preguntaban por qué tenía escrita esa palabra. Finalmente se animó a hacer el experimento con el propio Francisco Pizarro, el capitán de las tropas españolas. Pizarro no reaccionó como los otros. Miró los signos en la mano de Atahualpa pero no quiso prestarles atención, como si el nombre de su dios no significara nada para él. Atahualpa lo intentó varias veces en el curso de la conversación, pero Pizarro no se daba por enterado. Y ante su actitud distraída o evasiva, que por un momento incluso pareció agresiva, Atahualpa llegó a la conclusión de que Pizarro sabía menos que sus propios subordinados, de que no era dueño de la principal magia que manejaban los otros.

Fue así como, sin saber lo que era la escritura, pero lleno de curiosidad y de sagacidad, el inca Atahualpa fue capaz de descubrir que su verdugo, Francisco Pizarro, capitán de las tropas de Conquista del imperio español, no sabía leer ni escribir.

FUE ASÍ COMO, SIN SABER LO QUE ERA LA ESCRITURA, EL INCA ATAHUALPA FUE CAPAZ DE DESCUBRIR QUE SU VERDUGO, FRANCISCO PIZARRO, NO SABÍA LEER NI ESCRIBIR.

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