Portada del sitio > A gobernar sin la gente

A gobernar sin la gente

Publie le Sábado 7 de mayo de 2005 par Open-Publishing
1 comentario

Siempre me ha parecido extraño que los políticos en Colombia, los políticos de todas las tendencias, persistan en ignorar a esa inmensa franja de la sociedad que se abstiene de votar en las elecciones.

Por William Ospina

La mitad de nuestros 44 millones de habitantes conforma, a grandes trazos, el electorado posible; pero desde los tiempos del Frente Nacional, cuando empezaron a manejarse en Colombia cifras confiables, la mitad de ese electorado no vota jamás. Es costumbre que sea una cuarta parte de la población, que equivale hoy a 11 millones de electores, quien tome las decisiones en materia política. Y como esos electores se dividen, ningún gobernante colombiano ha alcanzado nunca 7 millones de votos; ninguno ha representado, por ello, a más de una sexta parte de la población.
Pero es que obtener una gran votación no es algo que se logre sin méritos. No basta proponer un programa o descalificar a un adversario: hay que despertar en un pueblo el entusiasmo de algo nuevo, la certeza de que va a comenzar una nueva época, y cumplirlo. Es lo que logró Felipe González, el primer gobernante moderno de la sociedad española, quien obtuvo, en un país que tiene menos habitantes que Colombia, diez millones de votos en las elecciones de 1982, hace casi un cuarto de siglo. La democracia es, por supuesto, mucho más que unas cifras, pero la cantidad de personas que participan sin duda cuenta a la hora de calificar un modelo político.

A los norteamericanos, que suelen tener un bajísimo índice de votantes, les encanta impugnar, sin embargo, a gobiernos y candidatos por no representar a mayorías indudables en sus países. Pero es claro que a los gobiernos de los Estados Unidos, que no tienen amigos sino intereses, siempre les importó menos la democracia de los pueblos que la fidelidad de los gobiernos, y nunca les tembló la mano para contrariar la voluntad de las mayorías, por ejemplo en Guatemala o en Chile, con el fin de proteger sus propios negocios.

La historia es cada vez más el reino de la incoherencia: hemos visto en nuestros tiempos un gobierno como el de George Bush, que viola la ley internacional cada vez que le conviene, un gobierno cuya legitimidad es más que discutible, y que anda por el mundo señalando aquí y denunciando allá las supuestas violaciones a la democracia. La pianista Condoleeza Rice hasta se ha inventado una fórmula nueva, según la cual para su gobierno no basta que un gobernante haya sido elegido democráticamente: también tiene que gobernar de un modo que la Secretaría de Estado considere democrático. Y naturalmente se abstiene de informarnos cuáles son los sutiles criterios con que su despacho examina esa conducta, y naturalmente no incluye a su propio gobierno entre los sospechosos.

Pero lo más extraño de que en Colombia se ignore a la franja que se abstiene de votar, es que precisamente es allí donde están los desafíos. La pobreza, el desempleo, la indigencia, la delincuencia, la baja o nula escolaridad, las razas o las etnias discriminadas, todas las víctimas del ninguneo, como dicen en México, suelen estar en ese sector que arrastra desde hace siglos su desconfianza ante un sistema social que nunca los incluye, y que se ha refugiado en un escepticismo que muchos confunden con estupidez o con indiferencia.

Pero no es lo mismo abstenerse de votar en los Estados Unidos, por indolencia o por exceso de confianza en las instituciones, porque la mayoría de la gente tiene oportunidades laborales, capacidad de consumo y protección legal, y otra cosa es abstenerse en un país donde ni siquiera la educación garantiza los derechos, donde la miseria amenaza a la mitad de la población y el clima de la miseria amenaza al resto.

PARECERÍA UNA CARICATURA DE LA INSENSIBILIDAD DE LOS POLÍTICOS, PERO NO, ES LA EXPRESIÓN PLENA DEL TIPO DE POLÍTICA QUE NOS GOBIERNA.

Los que se abstienen de votar muchas veces ni siquiera saben lo que significa ser ciudadano, porque el Estado nunca ha tenido la cortesía de hacérselo saber. El nuestro ni siquiera es el drama de la pobreza sino el drama más profundo de la dignidad humana.

La única respuesta posible ante una comunidad laboriosa que no encuentra trabajo; inteligente y vivaz, pero privada de oportunidades; noble y pacífica pero acorralada por la necesidad hacia las fronteras de la discordia y de la ilegalidad, sería la inclusión. Una política generosa y patriótica que por fin los incluyera en un proyecto de país, en un orden de civilización, en una estrategia económica, en un modelo de educación diseñado para brindar conciencia de la propia dignidad, para armonizar lo personal con lo colectivo, para hacernos sentir, a todos, parte de una comunidad solidaria. Y la mayor preocupación de los políticos no debería ser si ese pueblo así vapuleado y excluido sirve a sus mezquinos intereses electorales, sino cuál es la manera de engrandecer, y en esa medida de entusiasmar y de dignificar, a una comunidad tan maltratada.

Pero de quién esperamos tal cosa. Esta semana ya surgió, como una mariposa negra de su crisálida, en el Congreso de la República, la indigna pero no asombrosa propuesta de olvidarse definitivamente de toda esa gente que no vota, y reducir el censo electoral a los que votaron en las últimas elecciones. Parecería una caricatura de la insensibilidad de los políticos, pero no, es la expresión plena del tipo de política que nos gobierna. Si los ciudadanos, hastiados de promesas, de corrupción, de violencia, de ineptitud estatal, de falta de grandeza de sus dirigentes, se abstienen de apoyarlos, de rendirles tributo, de ponerles en bandeja los bienes de la nación para que se lucren con ellos, entonces a gobernar sin la gente, a borrar a la gente, con sus problemas y con sus limitaciones, de la agenda de las preocupaciones de la política.

Como quien dice, si los muchachos no van a la escuela, cerremos las escuelas. Si la gente no tiene con qué comprar, prohibámosle además entrar a los supermercados. Si la gente no ha aprendido a leer, olvidemos los libros. Y después dicen que a los congresistas no se les ocurren ideas. Para qué gobernar en nombre del país, si ya tenemos los votos de nuestros amigos y parientes. Midamos nuestros gobiernos no por la respuesta del país al que gobernamos, sino por el respaldo de la clientela en cuyo nombre hacemos las leyes.

No es el último peldaño de la degradación de la república: de allí pueden seguir por vía de consecuencia centenares de brillantes ideas para borrar a la nación del horizonte de la política, y seguir legislando y gobernando sólo en función de unos apetitos. Recuerdo entonces las palabras que todos ellos utilizan como una fórmula cuando se posesionan: "Que Dios y la Patria lo premien, o si no, que él y ella os lo demanden". Y trato de imaginar cómo será el día grande en que esas palabras convencionales cobren vida: cuando Dios, que todo lo sabe, y la Nación, que todo lo puede, decidan reclamar lo que es suyo.

LOS QUE SE ABSTIENEN DE VOTAR MUCHAS VECES NI SIQUIERA SABEN LO QUE SIGNIFICA SER CIUDADANO.