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Argentina: 86 años de democracia

Publie le Lunes 8 de agosto de 2005 par Open-Publishing

por Osbaldo Bayer

La Argentina es una democracia, se oye decir y en las escuelas argentinas así se enseña. Nuestra democracia tiene 86 años, desde que se aplicó por primera vez el voto universal y directo. Universal, claro, pero para hombres solamente. Desde 1916, los argentinos tenemos democracia. Mientras tanto, en esa casi centuria, fuimos gobernados por sólo dos partidos políticos y por 14 dictaduras militares. Más todavía, uno de esos dos partidos políticos que nos ha gobernado y nos gobierna, surgió de un golpe militar. En esos 86 años, la Argentina de un país rico, meta de millones de inmigrantes europeos, llamado el granero del mundo, se ha convertido en un país donde hay niños y ancianos que se mueren por inanición. Con millones de desocupados, con un 50% de habitantes en la línea de pobreza. Un país de violencia extrema en sus ciudades. ¿Qué ha pasado en estos 86 años de así llamada democracia argentina? Por qué cuando gobernó alguno de los dos partidos elegidos por el pueblo, después de una dictadura militar, no marcaron normas paa hacer imposible una nueva aventura uniformada. Por ejemplo, condenar de por vida a prisión a los dictadores, hacerles pagar las indemnizaciones correspondientes por los fusilamientos, los asesinatos, y el efecto de las leyes ilegales. No, al día siguiente de haber sido derrocados, los ex dictadores salían a la calle con sus uniformes, iban a misa y seguían cobrando sus sueldos como militares. Todo lo contrario de lo que hacían los dictadores con los presidentes depuestos, a los cuales se los encerraba en prisión o se los enviaba al exilio.

Pero hagamos un brevísimo prefacio a los 86 años de democracia. En 1853, hace 60 años, triunfaba -después de una larga guerra civil- la línea política liberal, quien triunfará sobre caudillos y gauchos, primero, en una sangrienta lucha y luego eliminará a los indios del sur del país, en lo que fue llamada la Campaña del Desierto. Esto se realizó en los años 80. Ya antes había comenzado la matanza. En 1826, el gobierno liberal de Rivadavia había contratado al coronel alemán Friedrich Rauch para eliminar a los indios ranqueles que ocupaban las llanuras pampeanas. Es increíble el texto de los partes de este militar europeo. En uno de ellos dice, por ejemplo: “ para ahorrar balas hoy hemos degollado a 27 ranqueles.” O este otro: “Los ranqueles no tienen salvación porque no poseen el sentido de la propiedad”. Más todavía, por ejemplo, en ese año de 1826 escribe que los indios ranqueles “son anarquistas”. (Ah bien, si son anarquistas entonces hay que eliminarlos.) Un indio ranquel antes de una batalla se aproximó al famoso coronel alemán, le voleó el caballo y con absoluta rapidez le cortó la cabeza al distinguido oficial eusopeo. (¡Qué falta de consideración!) Pero el diario de la época señala que el coronel europeo tuvo las exequias má lujosas de la historia argentina y toda la alta sociedad de Buenos Aires lloró la muerte de ese noble militar europeo que había venido a matar indios por una buena paga, fijada por un contrato ad hoc.

Pero ya en 1870, la campaña contra los habitantes originales del sur argentino se hizo con toda la organización del ejército comandado por el general Roca. Los indios de las pampas y las regiones patagónicas serán eliminados. Pero llama la atención que en un país tan católico se oyeran expresiones tan racistas. Más todavía, los libros con que estudian los apirantes a oficiales del ejército actualmente, tienen calificativos contra los habitantes naturales que tendrían que ser inadmisibles en cualquier país civilizado. Por ejemplo, un párrafo del libro del coronel Juan Carlos Walther, profesor del Colegio Militar. “La conquista del desierto -dice- no fue una acción discriminada ni despiadada contra el indio aborigen de nuestras pampas. A la inversa, la conquista del desierto se efectuó contra el indio rebelde, reacio a los reiterados y generosos ofrecimientos de las autoridades deseosas de incorporarlos a la vida civilizada para que como tal conviviera junto a los demás pobladores pacificamente y así dejara de una vez de ser bárbaro y salvaje asimilándose a los usos y costumbres de los demás argentinos”. Luego, al describir la campaña dice el coronel Walther: “Fue una lucha contra un indio rudo, altivo y salvaje que dominado por un atávico espíritu de libertad -propio del medio en que vivía- tarde le hizo comprender que esa lucha del blanco no era un acto de guerra que buscaba su exterminio, sino, por el contrario, su objetivo era integrarlo al seno de la sociedad como un ser civilizado y que así tuviera una paz constructiva.” Pero los indígenas se defendieron con todas sus fuerzas contra el argentino blanco que venía a quitarles la tierra. “Fue una sangrienta puja entre la civilización y la barbarie” nos dice el coronel Walther. El profesor de la escuela militar compara a la campaña contra el indio con la campaña por la independencia contra el dominio español. Es una perversa comparación: la eliminación del indio con la lucha de liberación del poder colonial.

Es que casi la totalidad de los historiadores argentinos describen la matanza exclusivamente desde el punto de vista del blanco. Dan por sentado que el blanco tiene razón y derecho; el indio es el invasor, el usurpador. Que se describa la historia de acuerdo a los intereses y el pensamiento de la época, vaya y pase, pero que además se le quieran dar valores morales al crimen, es inadmisible a 130 años de los hechos: el aborigen es el salvaje que tuvo que ser liberado con la cruz y la espada, la culpa es de él “por su atávico espíritu de libertad”. De paso, la tierra fue para el blanco, mejor dicho, para la burguesía de Buenos Aires, que financió la campaña para exterminar al indio del sur. Se llega al extremo del cinismo al denominar este historiador “extranjero” al indio que poblaba esas tierras desde hacía siglos y que no reconocía fronteras. Es así como escribe Walther: “Muchas de esas tribus salvajes no eran nativas de tierra argentina sino que provenían de la araucania chilena”. Aquí queda al desnudo todo el cinismo de los civilizados: a los mapuches que habitaban territorio más allá de los Andes los denominaban chilenos, porque los blancos habían marcado allí las artificiales fronteras entre Argentina y Chile que antes jamás habían existido, era un invento de los blancos. La malicia y la ignorancia se dan la mano en este último párrafo “no eran nativos de estas tierra”, escribe Walther. Para el blanco, para su mente aprovechada, el aborigen debía respetar las fronteras marcadas por la irracionalidad y el espíritu mezquino de quienes ni siquiera aprendieron a atesorar el sueño de Bolívar de la gran nación latinoamericana. Por su parte, el doctor Ricardo Caillet-Bois, profesor de la universidad de Buenos Aires y de la Escuela Superior de Guerra escribe: “Olvidamos facilmente que hasta ayer el país tuvo que cuidar dos fronteras, la internacional y la línea siempre movediza y nunca respetada que separaba a la zona civilizada de aquella en la cual era rey y señor el bárbaro del desierto”.

Es esclarecedora sin dudas, la frase escrita en 1975 por el coronel Walther donde este representante del ejército argentino de hoy señala que la exterminación del indio es la continuación de la línea iniciada en la conquista del continente americano por los españoles. Escribe Walther: “Este secular proceso iniciado en los albores de la conquista hispánica finalizó hace un siglo, por 1885, en los lejanos confines patagónicos”. Es decir, las burguesías criollas, para quedarse con la inmensidades patagónicas, habían proseguido la misma política española de exterminio del habitante natural y le habían puesto punto final. El indio dejaba de pertenecer a las que habían sido sus tierras.

El gran genocida que comandó las tropas para exterminar al indio del sur fue el general Roca, figura hoy venerada en la Argentina. En todas las ciudades se encuentra un monumento a él y una de la principales calles con su nombre. Él es el verdadero organizador de la Argentina liberal y civilizada a la europea soñada por otros pensadores prositivistas que querían un país blanco. Se propusieron hacer de la Argentina la Canadá del Sur, la Australia del Occidente.

Roca fue consecuente con sus principios y no le tembló la mano para eliminar con sus fusiles europeos lo que él y sus teóricos liberales llamaban “la barbarie”. El ferrocarril que instalaron los ingleses y que llevaba a las antiguas pampas de los indios, inmolados en aras de la civilización, pasó a llamarse General Roca. La consigna de Roca era: si queremos ser país exportador de productos de campo debemos conquistar las miles de leguas cuadradas que poseen los salvajes. El propósito era colocar la carne argentina en las carnicerías de Londres. Cuando Europa comenzó a usar los buques frigoríficos quedó sellada la suerte de los tehuelches, mapuches, pehuenches y ranqueles. Ahora sí, después de la eliminación del indio del sur, la Argentina podía alimentar a Europa con la carne de sus vacas.

El genocidio indígena fue presentado ante Buenos Aires y el mundo como un hecho heroico del ejército argentino. El general Olascoaga, eufórico escribe de que se trata del “más fecundo de los acontecimientos de nuestra historia”. Por su parte, el militar prusiano Melchert, a su paso por Buenos Aires, propone al gobierno argentino el sometimiento definitivo del indio pero además, aprovecharlo. Hacerlos soldados rasos de los propios ejércitos blancos para así tenerlos vigilados día y noche. Hacer de ellos siervos castrenses. Y convertirlos en lo que él llama “cosacos americanos”, es decir, tropas autómatas de represión. Fue una batalla desigual. Los cristianos tenían el rémington a repetición, el telégrafo, los militares y a Dios consigo. El indio sólo tenía la lanza, las boleadoras y el dominio del caballo. El habitante natural fue cazado como un animal salvaje. Estanislao Zeballos, uno de los más importantes intelectuales liberales de la época, escribía con orgullo poco después del triunfo: “El rémington les ha enseñado a los salvajes que un batallón de la república puede pasear por la pampa entera dejando el campo sembrado de cadáveres”. El diario “La Tribuna”, de Buenos Aires, del 1° de junio de 1870 aconsejaba “para acabar con el resto de las que fueron poderosas tribus, ladrones audaces, enjambre de lanzas, amenaza perpetua para la civilización, no se necesita ya otra táctica que la que los cazadores europeos emplean cotra el jabalí. Mejor dicho contra el ciervo. Porque el indio es ya sólo un ciervo disparador y jadeante. Es preciso no tenerle lástima”.

http://www.vientosdelsur.org/Bayer7.htm