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Parece que es imposible escapar a la celebración de esos treinta años del último LP de los chicos de Liverpool, así como de su ruptura como grupo.
No cabe duda de que este grupo hizo un importante aporte a la historia de la música, como tampoco es cuestionable que con ellos y con el festival de Woodstock se lanzaba al mundo un claro mensaje, en el que la juventud manifestaba un inequívoco deseo de paz a la cara de todos aquellos que así quisieran entenderlo, sobre todo a aquellos que hacían de la industria bélica y de las guerras un instrumento de disuasión.
Lo que ocurrió después está en los libros: Se inaugura la era Nixon; si no nos han engañado, el amigo americano conquista la Luna; tropas israelíes penetran en Líbano; violentas manifestaciones antinorteamericanas en Japón; es secuestrado y asesinado en París el dirigente activo de la oposición marroquí Ben Barka; se proclama la República en varios estados árabes; huelgas obreras y manifestaciones estudiantiles en Uruguay; en Vietnam del Norte fallece Ho Chi-Minh, mientras EE.UU. prosigue con sus bárbaros bombardeos. Este breve bosquejo de la realidad de aquel año, 1969, nos sitúa en un planeta donde los pueblos se desvinculan ya del terror a una nueva conflagración mundial para tratar de recuperar el espacio perdido tras la II Guerra Mundial: espacios de libertad, mayoritariamente. La música, el LSD y la ruptura con los hábitos sexuales de la generación anterior se imponen. Una nueva cultura se abre paso y entierra los restos de la era McCarthy.
En la España franquista, los libros de Maugham y de Vicky Baum, el cine de , las producciones de Cifesa, de Benito Perojo, de Cesáreo González, los bodrios seudohistóricos de Juan de Orduña ceden el paso a los libros de Ruedo Ibérico, de Max. Aub y de J. P. Sartre, y a aquello que se llamó las películas de Arte y Ensayo: Polansky, Buñuel, Bresón, Kurosawa etc., mientras en las calles se hace notar la presencia de trabajadores concienciados que se manifiestan contra el Régimen. El dos de diciembre Paco Ibáñez da su recital en el Olimpia de París. Tan solo hace dos años que el Che Guevara ha sido ejecutado en una aldea de Bolivia y uno del asesinato de M. Luther King.
Si cabe un momento de inflexión en la historia de los 60, este año, 1969, sin duda, marca un antes y un después, al menos para aquellos que poníamos el transistor para acompañar las calurosas horas de la siega, las duras jornadas conduciendo un camión por las carreteras de España o cosiendo en un taller de costura.
La canción, la música en general deja de ser solamente un deleite para la burguesía y un entretenimiento en los guateques de los estudiantes y trabajadores, con las grabaciones del desaparecido Glenn Miller y las canciones de Elvis Presley, para convertirse en un vehículo de comunicación de masas. Si bien Paul Anka y un innumerable número de artistas y de grupos del rock entretienen y hacen las delicias de una parte de la juventud, la canción, como arma de lucha y no únicamente para gozo de las masas, ha hecho su irrupción en el campo de las ideas y de las luchas populares, compitiendo de una forma desigual pero firme por instalarse en los cuartos de estudio de los universitarios, en las estanterías artimueble de los obreros y en las tiendas de discos que empiezan a proliferar por los barrios de la periferia de las ciudades.
Guardo un entrañable recuerdo de aquellos años y de las distintas músicas que nos acompañaron en aquellas horas: entre “estados de excepción” en el País Vasco, “planes de desarrollo”, nuevas leyes de prensa en las que el Régimen se perpetuaba, Ley de Sucesión y referéndums para que Juan Carlos, que no su padre, verdadero heredero en última instancia del trono, ocupase la jefatura del Estado ante una hipotética muerte de Franco; Joseph Losey, Visconti, Azcona, Bardem, Berlanga, Marco Ferreri, Fellini y Pasolini, el descubrimiento de Machado, de León Felipe y de un Miguel Hernández aún prohibidos en su propia tierra, si no más amables, empezaban a hacernos menos grises y más apasionantes los días. Fueron tiempos de gran ilusión, de carreras y periódicos del “movimiento” rotos en la Glorieta de Atocha. Durante aquellos años aprendimos a reconocernos a nosotros mismos de una acera a otra. Dejamos de ser el pueblo que acudía manso a las concentraciones del primero de mayo en el Santiago Bernabeu para bañarnos de amor patrio en compañía del Dictador y peregrinar por los “singulares” belenes que se montaban en la ciudad, o a comprar una zambomba y una figurita para el belén, en la Plaza Mayor, confundiéndonos con todo aquel personal que parecía escapado de las películas de Berlanga o de La gran familia, para convertirnos de nuevo en aquella masa obrera que había perdido el miedo a la represión organizada del Dictador.
Verdaderamente, el mundo podía cambiar de base, bastaba con que todos lo creyéramos así (de hecho, muchos aún seguimos apostados en las mismas trincheras de las que nuestros padres habían sido desalojados el 28 de marzo del 39). Las verdes praderas de una democracia participativa, la mítica Itaca estaban bajo aquel asfalto. Lo creíamos así aunque solo fuera porque todos éramos bastante más jóvenes y lo esperábamos todo tras la muerte del Dictador. Si hubo unos años de ilusión en este País después de perderse aquella lejana guerra, habría que citar 1969 entre ellos, aunque tantos nos quedásemos en la calle después para recoger los botes de los refrescos esparcidos por el césped y a desmontar la carpa del “circo”.
Pasados ya cuarenta años de aquellos Beatles de los memorables años sesenta, es justo decir que, ni eran todos los que estaban ni estaban todos los que eran.
La clase política orientó sus pasos hacia la carrera de San Jerónimo, los ayuntamientos y los cabildos; el pueblo enterró a los que cayeron en las calles y en los campos de tiro del Ejército; los empresarios de la poesía y de la canción se atrincheraron en la SGAE y muchos de los que coreaban el famoso Let it be, los que peregrinaron a Katmandú envueltos en las amables espirales del hachís, buscando acomodo en la filosofía oriental, los que lo apostaron todo al “caballo equivocado”, se extraviaron definitivamente en las amargas rutas de la derrota.
Si alguna diferencia cabe destacar de entre los que participaron en aquella “fiesta” de los años sesenta es eso mismo: que mientras para unos fue un tiempo de flores y de cánticos; de vistosas cintas de colores en el pelo; de mucho Kerouac y mucho Lao Tse y coleta al viento de las islas mallorquinas; de, más tarde, festivas horas de celebración sobre el “muro” al alegre compás de las melodías del momento; de desmontar los bustos de Lenin de los parques y deshacerse de las obras de Marx, del Politzer, de El Libro rojo de Mao, de La conquista del pan y otras “antiguallas”; para otros muchos, que ni accedimos a los cálidos salones de los palacios heredados de la Dictadura, donde reposan los “fatigados cuerpos de los que habían sufrido los rigores de la represión”; para los que llegamos tarde al banquete o no aceptamos sentarnos a la mesa con los embajadores de los gobiernos que torturan a los estudiantes en sus calabozos, los que hacen desaparecer a sus opositores bajo las turbias aguas del Pacífico y los que invaden territorios en la misma forma que lo hacían las tropas hitlerianas hace setenta años; para los “inadaptados”, que ni nos rendimos a las voces de los nuevos profetas del “haz el amor y no la guerra” ni ante la “irresistible simpatía” del que “descendió del cielo y habita entre nosotros” en el Palacio de la Zarzuela; para los que perdieron su empleo en la última reconversión industrial y desde entonces se confunden con las sombras de las tabernas, como una más, tras quemar neumáticos en las calles de su ciudad y peregrinar infructuosamente en marcha multitudinaria con los compañeros hasta la Capital, para todos nosotros no quedó si no el hundir las manos en la vacía oscuridad de los bolsillos y sacar pecho para seguir marchando, diezmados pero sin dejar de enseñarles los dientes, aunque fuera de lejos, a aquellos que se habían apropiado del local y de la caja de las “perras”.
Fue divertido, al menos para algunos. Pero dudo de que ni uno solo de aquellos que en los años ochenta quemaban neumáticos en las zonas industriales del Norte, los que tuvieron que abandonar las plataneras y los cultivos del Sur de esta isla para servir cervezas a los pálidos hijos de la Gran Bretaña y a los rollizos compatriotas de Rosa Luxemburgo en las terrazas de las playas de Maspalomas y de Málaga, de Fuerteventura o del País Vasco; los que fueron arrancados por la fuerza de los campos de Castilla o del Pirineo de Huesca por el recorte de la producción leche por parte de la Comunidad Europea, y que trataron de subsistir en la ciudad con una papelería, hasta que llegó el Carrefur o el tiburón de turno; dudo mucho de que todo ese material desechable para el sistema pueda hoy decir con orgullo que las alegres canciones de Los Sabandeños, Los Brincos, los Raphael, Mari Trini, o las candorosas baladas de el Duo Dinámico y de tanta y tanta cigarra les acompañase en aquellas jornadas de silicona en las cerraduras de los bancos y de gestos de ira entre los botes de humo de esta democracia. Dudo mucho de que, al menos los trabajadores conscientes, se sintieran impulsados por los desenfadados temas de Janis Joplin, de Pink Floyd o de los Rolling para salir a la calle en aquellas horas del vil asesinato por un guardia civil de la ecologista Gladis del Estal. O cuando mataron a Arturo, cuando cayó Carlos y cuando lo hizo Yolanda. ¿Dónde están las canciones de Serrat, de los Brincos, los Bravos, la Masiel, tan sociata ella, las de Tedi Bautista, en las duras horas de las ejecuciones del 27 de septiembre de hace treintaicuatro años? Poco o nada sé del compromiso de El Barón Rojo, de Patty Smith y del airado Bob Dylan de la respuesta está en el viento de otros tiempos, pero no puedo por menos que asombrarme ante la coincidencia de los momentos de mayor gloria del movimiento rock y sus derivados con los de la caída de la militancia, tal como esta se entiende en el sentido tradicional, en los partidos de izquierda.
La llamada guerra fría fue reemplazada por los destrozos de guitarras en los escenarios. Las severas barbas guerrilleras de los sesenta desaparecieron del paisaje de nuestras ciudades para dar paso a las coletas, el maletín y la ropa de Armani, el “fitness” y la subida al Pino, el Camino de Santiago; al poster del Che en la habitación del estudiante y de mucho rojillo le reemplazó el de Mahatma Ghandi, el de Memorias de África o el de El Señor de los anillos, o un calendario de Gustav Klimt. “Obsoletos” o desconocidos por el gran público, los libros de Guioconda Belli, de Ciro Alegría y de Zola dieron paso a los libros de autoayuda y de Paolo Coelho. Las ONGs, con las que el “sistema” se lava la cara, han reemplazado a los partidos, los sindicatos de clase y los discursos de marcado contenido revolucionario. Vemos cojonudo que tal o cual personaje público colabore con el pueblo saharaui o en un recital con Juanes en La Habana, como lo hicieron otros en aquella fiesta memorable de la Managua de los años ochenta, que menos da una piedra, pero ¿qué quedó de la militancia de aquellos que ayer se la jugaban en el mítico FRAP o en el MC, por poner un ejemplo, al mismo tiempo que daban la cara en los escenarios, y no siempre fue para tener una saneada cuenta corriente en el Hispano?
Con riesgo de simplificar excesivamente las cosas, uno no puede por menos que pensar que 1969 no fue si no el ecuador entre la derrota de las tropas hitlerianas en Berlín y la caída de la Unión Soviética en 1991, precipitada por la socialdemocracia y de todos esos que siempre están dispuestos a sacar leña del árbol caído.
Para muchos, el cuento de hadas del tiempo de las flores en el pelo y de escapar a la cima del Teide para un posible encuentro en la tercera fase quizás aún no haya terminado, pero para otros muchos, una pesadilla de paro, de pérdida de valores y de la propia autoestima sigue siendo una constante en sus vidas. Mientras las celestiales músicas de estos chicos de oro se oyen en el Coven Garden o en cualquier otro palacio, un breve puñado de individuos aún dejan oír sus denuncias y sus combativas canciones contra la esclavitud infantil y contra la marginación de los hombres, contra el bloqueo de un pueblo y la ocupación militar de otros, entre la hojarasca y las cenizas de los sueños rotos de aquella primavera de mil novecientos…
Despertados de aquel ilusorio sueño hippy, vino el desembarcar en un mundo de brutal competitividad, de esclavitud de los cuerpos en las sórdidas habitaciones de las grandes ciudades. A aquel minuto de flores en el pelo le siguieron décadas de desesperación, de ceguera colectiva.
Sí, quizás sea mucho simplificar, pero uno no puede sustraerse a la idea de que todo aquel tropel de voces de entonces fue instrumentalizado por el “sistema” para actuar de nuevo flautista de Hamelin, pero esta vez sin los límites territoriales del cuento, para cautivarnos y arrebatarnos a un mundo de ilusión.
Al menos la clase trabajadora, los nietos de los rotosos seguidores de Emiliano Zapata, los descendientes de aquellos que se agolpaban para oír a Lenin en las avenidas de la Rusia soviética; los hijos de aquellos obreros que se concentraban en las plazas de toros para escuchar las encendidas palabras de Pablo Iglesias o de Azaña; los descendientes de aquellos mineros del Pozo María Luisa y los trabajadores de laminación de bandas de Echevarri que mantuvieron un pulso de “163 días de huelga entre noviembre del 66 y mayo del 67 contra el capitalismo fascista del estado español”, protagonistas todos de tantas luchas contra las salvajes dictaduras; los descendientes de todos aquellos que un día cualquiera de sus vidas, al final de la dura batalla, dijeron: hemos perdido la guerra, pero la lucha continúa, todos nosotros tenemos un compromiso que no acaba ni siquiera cuando se apagan los potentes focos de “sus espectáculos”.
Tendremos que sacudirnos el polvo tras la última caída y, todos juntos, sin fisuras, comprometernos por otra realidad, para que no sean “ellos” nuevamente los que hagan la transición a otra cultura, una vez agotada ésta; para que no sean ellos los que traigan la República, el socialismo y un mundo sin guerras ni esclavitudes.