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Por Jotamario Arbeláez
La empresa, abochornada, retiró el comercial del aire no bien pasaron tres días. Y se va a tener que tragar el ’follow-up’.
Debo agradecerle a la publicidad, no sólo el haberme sacado de la depresión -por no decir, de la olla- sino el permitirme superar conceptos miserabilistas que me tenían convertido en un limitado. Veinticinco años consagrados a esta "actividad de países libres", como rezaba la pancarta de mi oficina (aprovecho para saludar a don Álvaro Arango), mientras mis amigos extremistas se daban golpes de pecho por mi traición a la causa, me sirvieron para disfrutar a los postres de una pensión jubilosa, que me sirve para no caer en el diálogo del rebusque. "Nadie necesita lo que no tiene y tú estás creando necesidades ficticias", me decían, los muy sofistas. A mí, que siempre había aspirado a tocar el cielo con mis dos manos.
Llegué a considerar la publicidad, no como una de las bellas artes sino como la suma de todas. Agregaba, a mi pluma un tris lírica y juguetona, el diseño de los artistas, las ilustraciones de los dibujantes, los registros de los fotógrafos, la dirección de los cineastas, las tomas de los camarógrafos, las composiciones de los músicos, las interpretaciones de los cantantes y los actores, ¡todos genios!, y el trasero de las modelos. No pude haber caído en mejor paraíso tan bien pagado.
Mientras aplicaba el ingenio -la locura para llamar la atención pero también la cordura para no herir- en la venta de mis productos, recordaba mi infancia por el Barrio Obrero de Cali, cuando marchaba al colegio con los vestidos desusados de mi papá, volteados y adaptados por él mismo a mis proporciones, su maletín donde guardaba el libro de medidas de los trajes de sus clientes, ¡y hasta sus zapatos!
Cuidaba, por otra parte, de no deteriorar los libros que habría de heredar a mis hermanitos. Cuando los textos escolares servían para que estudiara toda una familia, pues no cambiaban ni las operaciones matemáticas ni la topografía de la patria, ni los huesos del esqueleto ni los nombres de los héroes de la guerra de independencia. Hasta que los editores descubrieron el negociazo que significaba hacer que cada libro de texto muriera con la utilización en el año lectivo de cada estudiante, pues les incorporaron cuadros internos con preguntas de examen para ser contestadas -con tinta- e hicieron que los autores de los textos cada año los actualizaran con algún párrafo. Los colegios les siguieron el juego y ahora tenemos una de las industrias editoriales más prósperas del mundo, a costa de los pobres padres de familias numerosas, que cada año tienen que repetir la misma compra y echar al tacho de la basura los idénticos textos usados y contestados por cada hijo.
Con estos antecedentes, vi con repulsa el comercial de TV que presenta a un niño esperando el bus del colegio, se le acerca una señora que lo saluda, le dice que es amiga de infancia de su papá y le manifiesta su impresión porque tiene la misma maleta, la misma lonchera, ¡y hasta los mismos zapatos del señor Ruiz! Y el locutor, de remate, incita a "todos a estrenar", dirigiéndose a Cafam.
No se hizo esperar el efecto bumerán. Los padres pobres -la parte más sensible de la comunidad de un país en guerra- se sintieron infamados por esta apelación a la burla de la pobreza para vender más insumos infantiles y juveniles. No tratándose siquiera de una empresa elitista sino de Cafam, que precisamente se creó, por sus precios, como una redención para los humildes. En cartas y llamadas a las defensoras del televidente, así lo manifestaron multitud de señores Ruiz, o preocupados porque sus hijos, por no estrenar, fueran a ser cambiados a ese apellido en el colegio. Porque los que siempre estrenan son crueles.
La empresa, abochornada, retiró el comercial del aire no bien pasaron tres días. Y se va a tener que tragar el follow-up, o sea los tres comerciales que complementan la secuencia, y en los que invirtió, se supone, millones por centenares.
Los creativos, redactores o "genios", hijos de papi así provengan de estratos bajos, tienden a sofisticarse apenas creen tocar el cielo con las dos manos, al ingresar en emporios publicitarios de alto turmequé internacional. Como McCann Erickson, responsable del exabrupto. Con seguridad que con la millonada que costó la producción de los comerciales, más la pauta, hubiera podido regalar Cafam -y "a estrenar todos"- maleta y lonchera a los hijos de las familias innecesariamente humilladas. ¡Y hasta zapatos!