Portada del sitio > Yo estuve allí
¨A J. A. Barroso, alcalde de Puerto República, a los camaradas.
Supongo que todas las generaciones tienen una fecha en su larga vida que les une para, muchos años después, ante una pinta de cerveza en cualquier taberna irlandesa, en cualquier reunión de amigos ante un güisqui en cualquier barrio neoyorquino, ante un daiquiri en un rincón de la Habana Vieja o en un tranquilo jardín de Budapest, poder repetir estas palabras mágicas que evocan tantos momentos verdaderamente importantes para ese colectivo humano que conformamos hombres y mujeres. Viejas palabras que viajan de generación en generación y que, de alguna manera, marcarán nuestras vidas para siempre en rojo con una fecha en nuestro calendario colectivo.
Así, el que vivió aquella hora gloriosa de la consagración de Babe Ruth en 1927, consiguiendo su glorioso 60 jonron, se llevó para siempre la celestial música del clamor de la multitud enardecida. No menos memorable para muchos, por motivos distintos, fue la tarde de aquel día de 1920 en la que el torero Joselito perdía la vida en Talavera, empalado por el toro "bailador". Y en el colmo del apoteosis, y supongo que para los que tuvieron la fortuna de vivirlo y para los anales del ajedrez, quedará para siempre memoria del día de 1921 en que Capablanca derrotó a Lasker por 7 a 3. El día del regreso del aquel hermano que daban por muerto pero que sobrevivió a los campos de concentración soviéticos y desembarcó en Barcelona, del Semíramis, un día de 1954, después de combatir con la División 250 en Rusia. El día del nacimiento del primer hijo, el del primer beso que obtuvimos de la compañera de nuestros días… Y así seguiríamos, sin agotar los días que fueron transcendentales en nuestras vidas.
Pero si el béisbol, los toros y el ajedrez son pasiones que siguen moviendo multitudes, es de suponer que, algunos de los hombres que regresaron vivos del infierno de la batalla del Marne, del infierno de Verdún, de las vastas selvas del Pacífico que se tragaban a japoneses y norteamericanos en los días de la II Guerra Mundial, tuvieron motivos más que sobrados para decir, aún muchos años después, que su gran día fue aquel en el que se volvieron a sentar de nuevo a la mesa con su esposa y su hijo, ante un modesto plato de sopa caliente, con aquel mantel de cuadritos rojos con el que tantas noches soñaron en medio del barro y las explosiones, aunque el hijo fuese espurio y nacido mientras ellos combatían a las órdenes de Foch, Yamamoto, Von Paulus o Macarthur, contemplando quizás por la ventana, a través de los blancos visillos, cómo los rayos del sol oreaban la ropa civil tendida en las líneas del tendedero o sobre las mimbres que crecían junto al río.
Supongo que, para el joven soldado que un día desembarcó en las playas de Normandía o en las de Anzio, o que cruzó el Vístula en aquellos días de 1944-45 y que sobrevivió a aquella guerra para besar a una joven desconocida en Times Square, en los Campos Eliseos o en Moscú el día del victorioso desfile, bajo una lluvia de sonrisas, afirmará con seguridad y orgullo que él estuvo allí.
Y así, los que aguardaban tras el triunfo del Frente Popular la salida del hermano o el hijo en las puertas de las prisiones para ser los primeros en abrazarlo tras la Revolución del 34, no dudarán, al recordar esas horas, en afirmar: yo estaba allí
Desconozco cual fue el Día de mi amado padre, aquel que, llegado de niño con mis abuelos desde las pobres tierras de la Alcarria a Madrid, posiblemente en la segunda década del siglo XX y sobre un humilde carro tirado por una caballería, aún niño, vendió teas sobre los adoquines de la calle de la Ruda, pregonó El Sol y El Heraldo por aquellas mismas plazas y calles donde, cien años antes, fuera ejecutado, y posteriormente arrastrado su cuerpo, uno de los generales más cabales que tuvo este país, Don Rafael del Riego. Aún se ocuparía en varios oficios antes de que aquella guerra del 36 le arrancara de la Fábrica de Gas Madrid, que entonces estaba en el Paseo de los Olmos: aprendiz de fontanero, empleado en la vaquería de la Calle Monteleón y algunos más que hoy ya no recuerdo. Sí recuerdo que me contaba de cuando se introdujo un día en compañía de mi madre en un trigal, para salir ambos cargados de espigas, ya de noche, para poder subsistir en aquellos duros años en los que los empresarios les decían aquello de: ¿habéis votado República? pues que os dé de comer la República. Todavía muchos años después de perdida aquella guerra, aún recordaría a los esbirros de la CEDA de Gil Robles tratando de comprarles a los más humildes el voto por un colchón. (Para que se nos olviden los orígenes del actual partido de Rajoy y compañía.) Cuando regresó a aquella fábrica tras perder la guerra, aún le esperaba un humillante: si quieres entrar a trabajar, tendrás que hacerlo como nuevo, y si no, no haber ido a la guerra.
Dudo mucho de que ningún hombre que haya combatido en una guerra, aunque ésta fuese para defender unos valores democráticos y una Constitución que se enseñaba en las escuelas, se sienta orgulloso de haber tenido que empuñar un arma para defender un Estado democrático y a un pueblo que es agredido en la forma en que lo fue aquella España de 1936; pero si de algo pudieron sentirse orgullosos muchos años después aquellos obreros que abandonaron la ya desaparecida fábrica de jabones Gal de la Ciudad Universitaria, que fue testigo de los combates de entonces, para organizarse desde primera hora en las Milicias Antifascistas, los que abandonaron su seguro empleo en la Compañía de Tranvías o en la Tabacalera para organizarse en unidades que partidos y sindicatos organizaban en aquellos tristes días, es de haberse convertido en los auténticos referentes de varias generaciones. Y cuando digo hombres no me olvido ni por un solo momento de las mujeres que tomaron un fusil para ir a la Sierra o para incorporarse a su puesto en la lucha, abandonando a veces a la familia y la seguridad del hogar.
Jalonada está desde entonces mi memoria con nombres como el Alto del Paseo de Extremadura, Somosierra, Lerida, el Ebro, Sierra Caballs, Sierra Pandols, Clic, Ascó, donde combatiera aquel humilde hombre que a buen seguro estaría en Cibeles o en la Puerta del Sol el 14 de abril de 1931, y cuyo nombre no alcanzaría la gloria de una línea en cualquier periódico. Pero es de agradecer que aún hoy haya centenares, miles de personas empeñadas en que aquel gesto de aquella generación de antifascistas no caiga en el olvido. Después de la caída de Cataluña y del hundimiento de los frentes, mi padre se retiraría por Camprodón, Prats de Molló y Port Bou hacia Francia, para vivir los días amargos de los Campos de Concentración de Barcarés. A veces busco su rostro inútilmente entre las multitudes de los viejos documentales, que en esas duras horas buscan refugio en el vecino país, entre los aún sonrientes rostros de los hombres de Líster, de Modesto, de Tagüeña, que aún cargan las armas con las que ayer defendieron las ciudades y ahora son conducidos como delincuentes por un gendarme francés en esa foto de Capa, sonriendo al fotógrafo que los inmoralizará, casi elevándose sobre el polvo, para perderse en la leyenda, como esa formación de soldados de las poderosas imágenes en blanco y negro de las películas del mejor John Ford.
Mi padre, todos aquellos hombres que no cabían en esas viejas fotos de Centelles, de <> Seymour, de Gerda Taro, que de una forma u otra están en la obra de Max Aub, se ganaron a pulso un lugar en esa foto y para decir bien alto: yo estuve allí.
Pasaron los tiempos de las grandes batallas con fusiles y granadas en las montañas de nuestra amada geografía, pero se sigue combatiendo en las ciudades, ahora a través de Internet, por una salud y una enseñanza públicas y de calidad, por el derecho a la información y a la comunicación, por el derecho a una muerte digna, por el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo, por la vivienda, por el empleo, para salvar los bosques de confieras y por un parque en el barrio, para preservar todas las especies animales, por la calidad del aire que respiramos, por los derechos de los "sin papeles" y por un mundo sin fronteras, sin ejércitos, sin torturadores, sin monarcas, sin políticos corruptos, dioses ni banqueros; por una cultura integral, que no sirva para que cuatro se forren, contra la explotación de los niños, por la paz y la fraternidad entre los pueblos, por un mundo sin drogas, por el socialismo…
Solo hace falta que encontremos nuestro lugar en esas innumerables trincheras, para que el día de mañana, nosotros, como ellos ayer, y con pleno derecho, podamos afirmar: yo estuve allí
¡¡Viva la República!!