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Ni tan grande ni tan magno

Publie le Martes 12 de abril de 2005 par Open-Publishing

Por Armando Benedetti Jimeno
(Abril 11 de 2005)

Todavía no es tiempo de un juicio histórico a Juan Pablo II. No, al menos, hasta cuando se hayan extinguido los faustos funerarios. O hasta que hayan languidecido los entusiasmos que lo suponen tan precozmente “grande” y “magno”. No obstante, y sin necesidad de anteponer al discurso, los ditirámbicos elogios que por estos días recibe tan profusamente el Pontífice, y que por eso mismo pueden compartirse pero omitirse, creo que procede intentar poner bordes y orillas a los excesos del panegírico.

El culto exaltado que por estos días ha recibido la memoria del difunto es, en gran parte, atribuible a otros. Al Concilio Vaticano II, por ejemplo, y a quien tuvo la audacia, esa sí no puramente mediática y espectacular, de convocarlo y orientarlo: Juan XXIII. Incluso Pablo VI se le había adelantado en 1963 pidiendo perdón a “los hermanos separados”. Desde la segunda mitad del siglo XVII, la Iglesia no pedía perdón, no obstante merecerlo tantas veces.

Fue Juan XXIII quien hizo suprimir expresiones como la de “pérfidos judíos” en las oraciones que a diario repetían la sindicación del deicidio. Fue él quién invitó como escuchas a judíos y protestantes al Concilio. En fin, fue ese Papa, y no éste, quien creó el clima de una “Iglesia santa y siempre necesitada de purificación” (...) “... pecadora en sus miembros”. Sobre la discutible oportunidad del “perdón por Galileo (o, ¿a Galileo?) se repite la historia: fue ese Concilio el que abrió la primera puerta.

Sobre la mujer, es sabido que Juan Pablo II hizo una histórica rectificación al Saulo misógino: “Las razones de la sumisión de la mujer al hombre deben interpretarse como una sumisión recíproca”. Importante precisión que, aunque no llegó hasta los extremos de un Adán andrógino como lo suponen los gnósticos, atenuó la fuerza de una infamia teocrática. Pero fuera de eso y de ciertos textos poéticos intencionalmente rebosantes de ternura, la mujer siguió, sigue, recibiendo un trato de exclusión por parte de la Iglesia.

Son, en lo esencial, tareas inacabadas. Todavía la Iglesia no produce un texto claro sobre su inexplicable conducta cuando el Holocausto. Los pronunciamientos de Juan Pablo II sobre el sacerdocio o el diaconado femenino, sobre la participación de la mujer en los poderes de la Curia Romana, sobre el condón, sobre la sexualidad, sobre el aborto, son más antifeministas que los de la Iglesia de principios de siglo pasado. Puede decirse que su papado no “frenó” a la Iglesia sino que la hizo caminar como los cangrejos. De otra parte, pedir perdón por Galileo no soslaya el hecho de que en la actualidad se estén sembrando los perdones que tendrán que pedirse en el futuro.

En el ámbito político, la situación es todavía más preocupante. Creer que el Vaticano tumbó el muro de Berlín es de una ingenuidad conmovedora. Supone desconocer toda la historia de los errores de todos los estalinismos. Más responsabilidad tiene Gorbachov en la catástrofe de la Unión Soviética que el Papa en el fracaso ecuménico de todo el Este. Polonia es menos católica que cuando era comunista. Y ya sabemos lo que pasó con el pobre de Walessa.

Asesinar el Celam de Medellín, acorralar sin distingos ni matices la teología de la liberación, intervenir a los jesuitas mientras se santificaba a Escribá y fortalecía el Opus Dei, decir en Puebla las cosas terribles que fue a decir y convalidar, redondean un perfil político atolondrado, fuera de época, poco inclusivo con los países pobres que hoy son casi toda la clientela disponible, demasiado complaciente con los grandes poderes globalizados que, aunque censurados débilmente en algunos documentos, resultaron estimulados por el anatema contra todos sus contradictores. Es fácil concluir que políticamente Juan Pablo II se comportaba como si el universo y el futuro pudieran medirse en términos de una parodia de la Polonia de entonces.

“Un ángel cabalga el torbellino y dirige esta tormenta”. La frase es de Bush en su primer discurso como presidente. Estando en Texas había dicho: “No me habría convertido en gobernador si no creyera en un plan divino”. La mamá de Bush pensaba que su hijo era un nuevo Moisés. Al otro lado del mundo, los halcones más halcones del Likud israelí reciben dinero de una nueva y extraña “alianza” con la ultraderecha sureña estadounidense.

Los inspiradores de estos disparates usan un lenguaje común: apocalíptico para las guerras, mesiánico para la política. Piensan que Dios “no es neutral” frente a los “ejes del mal” y que la legitimidad constitucional proviene de la Biblia. Bush se siente resucitado, el padre de Condoleezza es predicador en Alabama. Todos piensan que los nuevos tiempos son disolutos, que los jóvenes no saben leer pero sí fornicar, que es preferible el sida a la contracepción, que el aborto es diabólico, que el sexo ofende, que los enemigos políticos son cada uno el antiCristo.

No, no cambié súbitamente de tema. Apenas quiero preguntar, con mucho temor de errar y pidiendo yo también perdón a quienes ofenda, si esa visión ultraconservadora del Vaticano no ha contribuido a reforzar en los últimos 25 años esa idiotez medio fascista y medio teológica que amenaza con sofocar el mundo. No se trata de estar de acuerdo o no con un documento pontificio cualquiera. Se trata de saber si desde el trono de Pedro se pueden, también, inadvertidamente, construir senderos hacia los infiernos del valle de lágrimas, que es el único que existe.