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Algodón

Publie le Martes 5 de septiembre de 2006 par Open-Publishing

Autor: José Luis Castillejos Ambrocio (*)

La mañana estaba triste. Observé la timidez del viento y la llovizna besando la tierra. Sólo un campesino, machete en ristre, apuraba el paso hacia el surco abierto. Un árbol de caulote se hamaqueaba en una callada danza y, abajo, un caracol se despereza en ese frío decembrino, allí en la costa de Chiapas.

Las matas de algodón, aletargadas por el rocío y el invierno, casi besaban la tierra. Los pequeños arbustos están cargados de motas que las ofrendan, en el día al sol y por la noche a la luna, como un niño dando su juguete y allá en el horizonte un vaho frío se levanta entre el matorral y se pierde en la lejanía.

Gópar, un ex militar que huyó del cuartel, es un regordete personaje de paso cansado, dientes semipartidos y el rostro cruzado por el latigazo de un corte de machete. Se refugió en una pequeña casa de campo, huyendo de todos y de sí mismo. Y con su botella de aguardiente "Venecia" mataba noches, días, tardes y madrugadas en una especie de baile con la muerte.

Al fondo, hacia el oriente, donde cada mañana despunta el astro rey, está tendido el riel del ferrocarril en medio de frondosos árboles de mango Ataulfo, en un abierto reto a la naturaleza. Cada mañana cuando pasa el tren sus ocupantes se bañan de aromas, de olor a pasto y vacas y del frío viento.

Once kilómetros abajo, el mar. De norte a sur y de oriente a poniente una enorme pampa sembrada de algodón limpia la negrura de la tierra.

A Gópar se le hace agua la boca cuando ve el envoltorio de comida. Unos huevos duros en salsa de tomate picante mexicana y unas tortillas de maíz, que serán acompañadas de frijoles, lo esperan. No lo piensa dos veces; saca de su morral los alimentos, enciende una fogata y sobre el carbón pone a calentar las tortillas.

La saliva pareciera escapársele a este campesino que para aplacar sus ansias enciende un cigarrillo sin filtro. Una pequeña golondrina se columpia en medio de arbustos de "lengua de vaca" de lanceoladas y ásperas hojas.

En medio del rancho, una casa de láminas de cartón, cercada con malla para pollos y dentro de esta miles de mazorcas de maíz, sobre las cuales duerme Gópar.

Un día Gópar se cansó de todo, echó dentro de su morral la nostalgia, guardó sus tristezas para después y enfiló hacia el horizonte de la nada. Sus ojos son enérgicos y oscuros, su sonrisa nerviosa y su voz tímida. Dos o tres tragos después de aguardiente de caña "Venecia" es otro hombre, parlanchín, eufórico, romántico, sonriente, servicial, humano.

Nadie sabe de donde vino, ni a donde va, sólo que encontró en el campo el medio y expresión de su vida. Allí el es el rey sin trono, el príncipe sin soberana, el jefe del labrantío, el dueño del surco y el cortador del algodón.

En los terrenos de una familia de apellido Antón, Gópar trabaja sin preguntar a dónde se va ni de dónde se viene. Él es una especie de soldado que trabaja si tiene en su morral una botella de aguardiente.

Es diciembre y el frío cala fuerte, el matorral moja el pantalón y al pasar se escucha un intermitente chasquido. Para llegar al algodonal hay que pasar dos puentes de riachuelos sin agua y uno más pequeño que en el último mes del año está seco. En el centro del terreno se aprecian los restos de lo que fuera un horno de ladrillos.

El cierre del año es época de cosecha y de mejores tiempos económicos y de voltear, después, la tierra y dejarla en rastrojo para una nueva temporada de sembríos de maíz y luego, nuevamente, una nueva temporada para las motas blancas del algodón.

Trabaja otro jornalero al que le apodan la "Mica", de quijotesca figura que cuenta que todos los días le rinde tributo amoroso a su dulcinea quien, a cuatro kilómetros de distancia de este campo, se queda cuidando las gallinas y los cerdos.

La Mica es ágil para sembrar maíz. Detrás un tractor que ara el surco, este hombrecillo que no cesa de fumar va echando el maíz y tapándolo. Camina casi dando tumbos entre los terrones y las zanjas, pero va alegre con su gorrita azul y un pañuelo que le cubre el cuello de los inclementes rayos del sol para evitar un desmayo.

Hay que tener maña para todo, dice con cierta picardía mientras sus huaraches, una especie de sandalias de suela de hule y correas de cuero se sumergen en la negrura de la tierra de donde apenas sobresalen lo que un día fueron sus blancas uñas.

Es diciembre y hay que cortar el algodón y llevarlo a vender. Es época de Navidad, tiempos de paz terrenal.

(*) Poeta y periodista mexicano

joseluiscastillejos@gmail.com