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Guardianes

Publie le Miércoles 6 de septiembre de 2006 par Open-Publishing

LA HABANA, Cuba - Septiembre

No es agradable caminar entre policías. Aunque trates de obviarlos están ahí, como una sombra incorporada al paisaje citadino: en cada calle de El Vedado, en las esquinas de la Habana Vieja; en Reina, Neptuno, Carlos III, Infanta. Rodean las embajadas. Circulan en pareja por los parques y residencias de los repartos Kohly, Almendares y Miramar. Caminan en silencio y asustados. Miran hacia todas partes con una mano en el bastón y la otra en la pistola. Controlan a los vehículos y coaccionan a los transeúntes. Parecen aves de mal agüero.

Nuestros "azulejos" carecen de olfato y de profesionalidad. Evaden los barrios marginales donde utilizan a aseres enmascarados como informantes. Es difícil hallarlos en La Cuevita, en la Jata o en la Güinera. Aparecen como moscas en los alrededores de cada hotel, en las aceras de teatros y centros nocturnos. Protegen a los turistas y discriminan a los nativos. Les preocupa el contenido de toda jaba, mochila o portafolio. Registran en plena calle como si la ciudad estuviera en estado de sitio. Se extreman con los negros y con los orientales. Persiguen a los vendedores. Miran con desdén a los ancianos y a los mendigos. Una muchacha elegante es un peligro en movimiento.

La mentalidad de trinchera subyace en los uniformados. Nadie escapa a la sospecha. Los guardianes pastorean el rebaño. La Patria es un escudo para sus desmanes. Son inmunes a la cortesía, el respeto y otros sentimientos solidarios. Hablan lo imprescindible. No piensan ni escuchan. Preguntan, registran y trasladan a la unidad más próxima. El mando sabrá qué hacer. Las cárceles esperan. Las leyes son inflexibles.

Nuestros jóvenes policías son androides adiestrados para detenciones rutinarias. Las brigadas especiales dejan sus avispas en las vías públicas. Los zánganos quedan en las oficinas. Los ciudadanos alimentan el aguijón paranoico. Los grandes pejes saben bañarse y guardar la ropa. Un carné rojo es una patente de corso.

Nadie sabe aún el costo social de esos campeones con pistola que invaden las ciudades del país. Las estadísticas son secretos de estado. El costo psicológico ya es visible, y parece rasgar la piel de jóvenes y adultos que odian a los ineptos pastores de los mandarines.

Al margen de los datos, quedan los hechos y los problemas de una Cuba profunda, nada virtual, que sumerge en la subsistencia al ladrón y al policía. Ambos son víctimas de un tablero de necesidades creado por burócratas insaciables que encubren la realidad a cambio de prebendas y lealtades.

Muchos guardianes del orden provocan desórdenes, bajan al pozo de la corrupción, trafican influencias, defienden el muro corroído del totalitarismo. Persiguen ideas que desconocen. Son fantasmas omnipresentes en los tribunales de urgencia. Elaboran actas que denigran a los opositores y al propio cuerpo que representan.

Los policías que manchan las esquinas son parte esencial -y existencial- de la ruleta represiva que marca nuestros pasos. El régimen no confía ni en sus leyes, y multiplica la nómina de los militares. Es preciso evitar el azar. Si los ciudadanos aprenden a vivir fuera del juego, hay que enfrentar sus paradigmas de libertad. Los uniformados sostienen el muro. Las alas del miedo acompañan a los caminantes.
Miguel Iturria Savón