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Lo que está en juego en Colombia

Publie le Miércoles 16 de febrero de 2005 par Open-Publishing

Si se quiere, después de La franja amarilla, publicada originalmente en revista Número 9, marzo de 1996, éste es el ensayo más directo, certero y esclarecedor del poeta y ensayista William Ospina.

Por William Ospina
Pinturas de Beatriz González, de la serie «Uno sobre quinientos».

En el siglo XVI, el territorio de lo que hoy es Colombia vivió, como el resto del continente, pero de modo especialmente severo, las guerras del oro. Poderosos ejércitos europeos de ocupación arrebataron a los pueblos nativos todo el oro elaborado de sus santuarios, de sus casas y de sus ornamentos personales, y después sondearon en las venas de la tierra y explotaron mediante el trabajo de los indios y de los esclavos traídos de África, el oro de las minas. Por los mismos tiempos, en Cumaná y en el cabo de la Vela, se vivió la guerra de las perlas, en la cual fueron sacrificados decenas de miles de seres humanos. Estaba esa guerra en su plenitud cuando una región remota del territorio vivió la guerra de la canela: la expedición de Gonzalo Pizarro había remontado violentamente con sus tropas y con miles de siervos indígenas las cumbres nevadas de Quito, buscando unos legendarios bosques de caneleros que no aparecieron jamás. En esos mismos tiempos, el valiente y cruel Pedro de Ursúa libró cuatro guerras feroces: una contra los panches, en el país de montañas azules de Neyva; otra contra los muzos, en el país de las esmeraldas; otra contra los chitareros, en los páramos de Pamplona hasta el cañón del Chicamocha, y otra contra los tayronas, en el país de ciudades de piedra de la Sierra Nevada de Santa Marta. En aquel tiempo estas tierras fueron escenario de algunos episodios centrales de la historia occidental, y epicentro de los grandes mitos de la época: el país del Oro, el país de las Perlas, el país de la Canela, el país de las Amazonas.
La Colonia fue una época de crueldades y de injusticias, pero no hubo en ella grandes conflictos armados, sino una sola sombra larga: la extenuación de siervos en las encomiendas y de esclavos en minas, campos de algodón y planicies de caña de azúcar. Los choques armados reaparecieron cuando se libró la guerra de Independencia, que enfrentó a los criollos con los españoles. Esa guerra supuso también un reorde-namiento de los mercados, una redistri-bución de las influencias de las grandes metrópolis, y contó con la colaboración eficaz de los franceses y los ingleses, interesados en abrir nuevos horizontes para sus mercaderías. Así, con el discurso de la Revolución Francesa, de la división de los poderes públicos, las nuevas repúblicas inspiradas en el pensamiento de la Ilustración abrieron camino al libre cambio, al comercio de maderas, de quina y de tabaco, a las promesas de la modernidad. Y de allí nacieron otros conflictos: conflictos mercantiles entre artesanos proteccionistas y comerciantes librecambistas; políticos, entre federalistas y centralistas; económicos, entre defensores de la esclavitud y abolicionistas. Entre estos últimos se libraron varias guerras, hasta el triunfo precario, pero significativo, de la abolición.
La primera riqueza nacional que no parece haber producido una guerra de inmediato fue el café. Pero ello se debió a que el territorio necesario para esa economía había sido previamente despoblado por la Conquista y abandonado después, hasta comienzos de la República, a las inercias de la naturaleza, hasta que oleadas de colonizadores antioqueños y caucanos del siglo XIX prepararon con hachas y con incendios el terreno donde habrían de ordenarse los cafetales. Con el final del siglo XIX, la guerra de los Mil Días, cuyas causas fueron a la vez la disputa por la tierra y las nuevas pautas de modernización, terminó precipitando el zarpazo imperialista sobre el territorio donde se construiría el más importante canal interoceánico del hemisferio occidental. No había cicatrizado el país de la secesión del istmo de Panamá, cuando empezaron las crueles guerras del caucho, consecuencia de la invención del automóvil y de la desaforada demanda de materia prima para neumáticos por parte de la industria naciente. Vino después la guerra de la industrialización, que se manifestó sobre todo como persecución contra las organizaciones de trabajadores fluviales, contra los sindicatos y contra los trabajadores bananeros, uno de cuyos episodios fue la nunca olvidada masacre de 1928.

A partir de 1940 comenzó una nueva guerra, a la que se ha llamado a secas la Violencia, pero que bien podría llamarse la guerra del café, ya que se centró en los departamentos cafeteros de Colombia, es decir, los que sostenían al país, pues desde hacía casi un siglo el café se había convertido en la principal fuente de ingresos de nuestra sociedad. Esa guerra permitió que una región de minifundios democráticos se convirtiera, al cabo de 20 años, en una región de numerosos latifundios cafeteros, y que las ciudades colombianas crecieran de un modo desmesurado con la población desplazada de los campos. Esa guerra también podría llamarse la guerra contra la pequeña agricultura, sobre la que reposaba la riqueza nacional, o la guerra urbanizadora, o la guerra paralela al proceso de industrialización del país.

Apenas terminaba la violencia que dio origen a nuestras ciudades modernas cuando recomenzó la violencia guerrillera, que ahora unía a las guerras agrarias por la tierra, los conflictos engendrados por la pobreza, la exclusión y el resentimiento, y que tuvo como acicate la guerra estatal contra toda oposición democrática. No hay que olvidar que el Frente Nacional funcionó siempre sobre la base de una periódica suspensión de las garantías constitucionales para la población a través de la coartada despótica del Estado de Sitio; así, la violencia fue utilizada para reprimir el descontento y las demandas democráticas de la población; la violencia era el sustituto de las reformas liberales. También se dio entonces el avance violento de la colonización y de los desplazados sobre los territorios menos explorados del país, sobre la Orinoquia y la Amazonia, y el descubrimiento de nuevas riquezas, con el inevitable presagio de nuevas guerras derivadas de ellas. Así nació la guerra de la marihuana, y gradualmente después la guerra de la coca, que acabaría enfrentando a los grandes traficantes de cocaína con el Estado, al Estado con los pequeños productores de hoja de coca, y a una comunidad pobre, forzada a vender lo que le compran, con un imperio opulento y hastiado que nunca pagó tan bien los frutos del trabajo honesto y abnegado de nuestros campesinos. A esas guerras se han sumado recientemente los conflictos por la biodiversidad, la disputa por territorios que se adivinan ricos en petróleo, y una reviviscencia de las guerras del oro, porque al parecer mucho oro queda todavía en lo que fue por siglos la región más aurífera del continente. Las minas que produjeron el metal en otro tiempo fueron explotadas con recursos artesanales, de modo que todavía sus filones profundos pueden ser desentrañados por la gran tecnología contemporánea.

¿Quiero decir con este largo catálogo que la nuestra ha sido una historia de guerras? En parte sí, pero también quiero señalar que en nuestra historia cada guerra parece haber correspondido a una riqueza particular: al oro, a las perlas, a las esmeraldas, al café, al caucho, a la marihuana, a la coca. Incluso a veces a riquezas fantásticas como la canela, a riquezas potenciales como el canal interoceánico, a riquezas infames como la esclavitud. Y ello parece también presagiar tristemente que toda nueva riqueza o toda riqueza que responda a nuevas necesidades, podría dar pie entre nosotros a nuevas violencias, a nuevas guerras. Ello nos hace pensar y temer que la biodiversidad, la gran riqueza del futuro, y el santuario de los páramos colombianos, puedan suspender sobre nuestro porvenir la amenaza de las guerras de la biología, de las guerras del agua, cada vez más escasa en el planeta.

Algún funcionario internacional afirmó recientemente que nosotros padecíamos la maldición de la riqueza, es decir, que nuestro mal no es la precariedad sino la abundancia, que nuestra desdicha está en ser ricos. Sin embargo, creo que es necesario mirar el problema más en detalle, para advertir que ese análisis esconde un error de perspectiva. No es posible negar que a cada riqueza nuestra ha correspondido una guerra particular, pero hay que añadir inmediatamente que muchos países poseen riquezas semejantes, y que no todos presentan una sucesión de guerras derivadas de esas riquezas. Para empezar, es bueno advertir que en toda su historia, Estados Unidos, un país rico en oro, en petróleo, en otros metales y minerales, en fauna y flora, en tierras agrícolas y en recursos diversos de la tierra y del mar, sólo ha padecido en su territorio tres grandes guerras: la guerra de exterminio de la población aborigen; la de Independencia, concluida tras ocho años de lucha (1775-1783), y la guerra de Secesión, en la segunda mitad del siglo XIX, aunque también una serie de conflictos importantes entre los cuales podemos enumerar la conquista del Oeste, que culminó con la fiebre del oro de California a fines del siglo XIX; la guerra de intolerancia contra los hijos de los esclavos, y la guerra de las mafias de Chicago y de Nueva York, en las primeras décadas del siglo XX. La mayor parte de las grandes guerras de los Estados Unidos se han librado lejos de su territorio: en aguas de Cuba, dos veces en las trincheras de Europa, en el Pacífico sur, en Corea, en Vietnam, en Bagdad y en Kosovo, y en ellas, por supuesto, no estaban en juego sus riquezas sino las de los otros.
¿Qué es lo que permite que las riquezas se conviertan en fuente de guerras para un país? Yo diría que fundamentalmente la incapacidad de defenderlas o la incapacidad de compartirlas. La incapacidad de defenderlas hace débiles a los países frente a las rapacidades colonialistas e imperialistas. La incapacidad de compartirlas los trenza en crueles y cíclicas guerras civiles. Y esto modifica entonces el planteamiento: no es que nuestras riquezas tengan que producir fatalmente guerras, sino que esa abundancia, unida a una crónica debilidad del Estado y a las discordias de la sociedad, no le permiten a un país tener la fortaleza para defenderlas ni el acuerdo para compartirlas y aprovecharlas. Así, de la sospecha de que lo que producen las guerras es la riqueza, pasamos a la sospecha de que lo que producen las guerras es la imposibilidad de unos acuerdos nacionales duraderos que permitan la convivencia interna, al igual que la resistencia y la firmeza ante los poderes externos.
Cada vez creo con mayor intensidad que sólo hay dos posibilidades de resistir a los poderes imperialistas: la fuerza y el carácter. Hoy la China es el único país con poderío económico, cohesión política y fuerza militar para confrontar al gran Estado norteamericano, en el clímax de su poder sobre el mundo. Eric Hobsbawm, y otros historiadores, han afirmado que nunca un imperio en la historia tuvo tanto poder y tanta influencia sobre el planeta como los Estados Unidos. Si hace poco el periódico Le Monde Diplomatique, último vocero de la altivez europea frente al nuevo orden mundial, señalaba con consternación que el otrora orgulloso ejército inglés se convirtió en dócil subalterno de los Estados Unidos en su campaña contra Irak y contra Kosovo, qué no podrían decir de la actitud de nuestro país frente al gran imperio. Evidentemente, hoy también se han hecho menos altivos los franceses, los italianos y los españoles: los aeropuertos de España, como los del norte de Italia, son incondicionales centros de provisión de los aviones militares norteamericanos. Hoy el imperio se sirve de casi todo el planeta para sus fines particulares, pero por supuesto ejerce un poder más irrestricto donde encuentra menos resistencia. Y es allí donde entra en juego el segundo elemento que he mencionado: el carácter. México es un país menos poderoso que los Estados Unidos, pero siempre ha sabido relacionarse con el imperio desde la perspectiva de una profunda dignidad. Tal vez porque sus gobernantes no ignoran que, como decía Alfonso Reyes, México representa el frente de una raza, o al menos de un ámbito cultural muy distinto del estadounidense y mucho más definido: el de la América Mestiza. Recientemente el presidente Chávez, en Venezuela, ha sabido jugar con inteligencia en el escenario de la economía mundial y prácticamente ha duplicado los ingresos de su país por concepto de exportaciones de petróleo. Muchos en Colombia sienten recelo ante él y lo tratan como a un dictador golpista, olvidando que fue elegido por una amplia mayoría y que ha realizado sus reformas políticas de un modo ejemplarmente pacífico, en especial si lo comparamos con el baño de sangre que padece hoy por hoy nuestro territorio. Pero a pesar de que nuestras élites lo miren con recelo -pienso que sobre todo por ser mulato-, nuestros empresarios no ignoran que en Venezuela se han incre-men-tado de un modo notable las ventas de productos importados de Colombia; que hoy Colombia, gobernada por sus elegantes señores blancos, se está beneficiando de la bonanza petrolera propiciada por Chávez y está derivando importantes ingresos de sus vecinos venezolanos y ecuatorianos. Cuba es un país pobre: no tiene economía fuerte, ni poderío militar; tal vez lo único que tiene es un señor furioso gritando desde una tribuna, pero eso le basta para mantener a raya al mayor imperio del mundo. Como me decía hace poco un amigo en Bolivia, los Estados Unidos no muestran mucho respeto por el señor Castro, lo atacan sin cesar por todos los medios, pero no hay duda de que respetan a Cuba. En general, Cuba es un país al que pocos envidian pero al que muchos respetan, incluido el gobierno español, incluido el papa, incluidos muchos empresarios norteamericanos que no ven la hora de que se acabe el bloqueo para poder invertir sus capitales en un país que será el mayor destino turístico del futuro próximo y que está para ellos al alcance de la mano, e incluidos muchos cubanos que están sosteniendo al país con sus aportes en dólares desde todo el planeta.

Si nuestros dirigentes tuvieran al menos la fuerza de carácter, el espíritu nacionalista que tuvo siempre el Partido Revolucionario Institucional mexicano, otra sería nuestra suerte. Pero desafortunadamente si algo ha caracterizado a esa dirigencia ha sido un espíritu sumiso y obsecuente frente a los socios imperiales. Les duelen más las críticas que se hacen a los Estados Unidos que las críticas a su propia torpeza, y siempre les interesó más quedar bien con las metrópolis que quedar bien con el país. Su capacidad de regateo a la hora de firmar los tratados y los convenios internacionales es nula, y siempre creyeron que esa era la mejor manera de asegurarse el respeto de los norteamericanos. Pero yo tengo para mí que los imperialistas no son meros filibusteros que saquean e invaden a cualquier precio, como piensan algunos, sino que son negociantes inteligentes y astutos que se aprovechan de las debilidades y las servilidades de sus socios, y que en cambio son capaces de respetar las expresiones de resistencia, de dignidad y de firmeza.

Pero decía que la crónica debilidad del Estado, unida a la discordia de la sociedad, son los elementos que permiten que las riquezas del país sean causa a la vez de dependencia y de guerras civiles. Es necesario preguntarse por qué, y de qué manera, nuestra historia fue produciendo esa debilidad frente a los poderes planetarios. Hace cuatro siglos nuestra sociedad giraba en torno a la poderosa corona española, hace dos giraba en torno a la Revolución Francesa y al mercantilismo inglés, hace uno giraba como una luna febril en torno a los mandatos del Vaticano, pronto hará un siglo perdió una parte esencial de su territorio a manos de su gran socio norteamericano, hace siete décadas abandonó el sueño inglés de tejer una gran red de ferrocarriles porque ya se había abierto camino el gran mandato norteamericano de tender carreteras y de llenarlas de automóviles. Hace poco más de diez años el querido socio norteamericano rompió el convenio cafetero sobre el que había girado la estabilidad de nuestra economía, precipitando la ruina gradual de los cultivadores de café, y en ese mismo momento firmamos con ese mismo país una apertura económica calamitosa que nos invadió de mercancías de todo tipo y arrasó con la agricultura nacional y con la pequeña industria.
Hoy, en el pleno viento de trompetas de la globalización, cada país europeo discute su intercambio con los demás renglón por renglón y tonelaje por tonelaje. España accede a producir menos aceite de oliva para que Italia pueda producir un poco más, si a cambio de eso se les permite exportar un poco más de vino de Rioja o de Ribera del Duero, o algún otro producto. Francia es un país totalmente inscrito en los lenguajes mediáticos y en el horizonte cibernético, pero no ha abandonado ni un solo instante su vocación agrícola, y la tierra que hace milenios sembraron los galos y los romanos sigue produciendo sin cesar sus uvas y sus hortalizas, sus cereales y sus manzanas. Aquí cada día nos llegan con una moda nueva que justifique el acabar con una tradición. Y todo se define de acuerdo con un increíble orden de prioridades, dentro del cual la última preocupación de los economistas es qué consumen los propios colombianos.
¿De qué manera enlazar esto con la meditación inicial de que aquí cada riqueza produjo una guerra? Tal vez podamos decir que nunca la prioridad en los beneficios de esa riqueza fue la gente colombiana. Se sacó oro porque Europa estaba ávida de ese metal, se buscó canela porque Europa aromaba su vida con ella, se reventaron los pulmones de los indios de Manaure extrayendo perlas porque esos collares les fascinaban a las señoritas de Toledo y a las de Habsburgo, se sembró café porque esa oscura bebida era el aroma del après-midi en unos salones remotos, se crearon los campos de concentración del Putumayo para extraer la leche de los cauchos porque los automóviles se habían apoderado del sueño americano, se sembró banano porque míster N. lo había encontrado exquisito, se produjo azúcar porque las guerras de Europa habían devastado los campos de remolacha, se saturaron de fertilizantes y pesticidas los campos de flores para que adornaran las salas de los Estados Unidos y los entierros de las princesas de Europa, se carcomió la selva para cultivar hoja de coca y se arrasaron los páramos sembrando amapola porque así lo exigían los desvelados adictos de Wall Street y los desdichados heroinómanos de Amsterdam. Pero en las casas de la gran mayoría de colombianos no hubo nunca oro, ni perlas, ni se supo nunca cómo preparar café espresso, ni hubo automóviles, ni se consumieron esos bananos sin mancha que cargan los mulatos corteros hacia los barcos presurosos, ni hubo rosas ni nardos ni astromelias -salvo en algún velorio-, ni se conocían coca ni morfina, como dice la canción, ni habría con qué comprarlas aunque se conocieran.
Es una desdicha ser mentalmente desde siempre un habitante de las periferias del mundo, pertenecer a países que primero se llamaron a sí mismos colonias, después se llamaron países subdesarrollados, y después se resignaron a formar parte de una entelequia llamada el Tercer Mundo. Porque lo que hace que los países piensen primero en sí mismos a la hora de producir y a la hora de consumir es que se permitan la ilusión poética de sentirse en el centro del mundo y en el corazón de la historia; lo que hace que sus gentes sean la prioridad de sus gobiernos es que no imperen en ellos castas privilegiadas y excluyentes que se avergüencen de sus conciudadanos y utilicen la fuerza para impedirles ser parte de la nación y acceder a la dignidad; lo que hace que se desarrollen de acuerdo con sus propias necesidades y con sus propias posibilidades es que no se plieguen de un modo sumiso o servil a las pautas de desarrollo que les dictan otras sociedades, y que no sean víctimas de la ideología perversa de la marginalidad y de la inferioridad; lo que les permite construir grandes civilizaciones es la capacidad de ser ellos quienes crean el pensamiento, quienes establecen los criterios, quienes hacen la valoración de los avances sociales, y quienes dignifican y hacen habitable su espacio llenándolo con los lenguajes estéticos originales de una comunidad, creando desde ellos la inédita poesía de un mundo.

¿Qué son las guerras actuales de Colombia si no la mezcla de todas esas carencias? Colombia sigue siendo una sociedad llena de riquezas pero llena de exclusiones y de privilegios, que posterga siempre a sus ciudadanos, donde se gobierna siempre en función de unos cuantos caballeros de industria pero se espera que sólo el pueblo dé la vida por las instituciones, donde falta un orden de prioridades en el cual lo primero sea la educación y la dignificación de la comunidad, donde falta un esfuerzo de cohesión y de equilibrio social que permita aprovechar esas riquezas en función de su propia gente, donde se siente cada vez más dramáticamente la falta de una nueva dirigencia orgullosa y generosa que sepa inscribir a su país en el mundo sin servilismo y sin simulación, sin las postergaciones de la mentalidad colonial, conociendo el país y valorando sus singularidades y su indudable originalidad.

Aquí siempre se ha gobernado, por acción o por omisión, contra la gente. En Colombia en los años cincuenta se arrasó la base democrática de la producción de café y se permitió que los campesinos fueran expulsados a las ciudades, mientras la zona cafetera se llenaba de latifundios. En Colombia en los años sesenta se intentó una industrialización pero se prohibió en la práctica todo reclamo democrático, se hostilizó y se manipuló la organización de los trabajadores industriales y se persiguió hasta el exterminio las luchas de los campesinos por la tierra. En Colombia en los años setenta se ahogaron los reclamos de los estudiantes por una educación moderna, adecuada a la realidad de su país y que dialogara orgullosa-mente con el mundo. Así se postergó siempre la gran revolución de la educación que permitiera a las nuevas generaciones formarse una idea más compleja del país al que pertenecían y ser el nuevo puente con la realidad planetaria. En Colombia se pasó en los años ochenta de producir café y petróleo, a producir marihuana y cocaína para esos mercados lejanos que siempre fueron prioritarios. En Colombia se desdeñó, por imposición de las metrópolis y por falta de decisión de la dirigencia, crear un mercado interno y orientar las pautas de la producción por la satisfacción de esas mayorías. En Colombia se llegó a creer que era posible importarlo todo sin producir aquí riqueza alguna, como si uno pudiera adquirir cosas sin entregar nada a cambio; se creyó que se puede tener un país de comerciantes sin tener un país de productores, pero eso sólo permitió que grandes industrias clandestinas y violentas sustituyeran todo el andamiaje de la economía tradicional. En Colombia vastas regiones no existieron nunca para el Estado, hasta que se inventaron sus propias fuerzas paraestatales y sus propias economías anormales. En Colombia una crisis de dirigencia y un profundo colapso de convivencia se nos presentan hoy como una inexplicable irrupción del mal, que sólo puede corregirse mediante una tardía y ya imposible guerra de exterminio.
Pero lo que más me interesa señalar es que este tipo de guerras no son nuevas aquí, aunque ciertamente nunca habían alcanzado el grado de complejidad y la magnitud de la presente; que este tipo de dependencia no es nuevo; que este tipo de presencia de la política norteamericana entre nosotros no es menos interesado que hace cien años, cuando otra guerra intestina desbarató el país, debilitó sus instituciones y abrió las puertas a la pérdida de una parte del territorio. Que, sin embargo, la única manera eficaz de luchar contra la dependencia y de protegerse de un posible zarpazo imperialista consiste en refundar la República y en relegitimar y fortalecer a un Estado que en este momento ha colapsado en todos los órdenes. Y que la única manera de fortalecer ese Estado nacional es poniendo fin a la guerra mediante una negociación patriótica en la que todos los bandos pongan la supervivencia y la transformación de la República por encima de cualquier otra consideración e interés.
Nuestras guerras son complejas y son antiguas. Hay viajeros como el filósofo mediático francés Bernard Henri-Levy, que vienen aquí, visitan el sitio de una masacre, hablan con un guerrillero y con un paramilitar, y simplifican irresponsablemente este dramático y complejo conflicto declarando que es una guerra entre un psicópata y unos mafiosos, porque esas teorías tienen compradores en alguna parte, pero sinceramente no nos ayudan en nada a remediar nuestros viejos males. Hay profesores de Oxford que vienen a sosegar la conciencia de nuestros dirigentes diciéndoles que también en Inglaterra hay pobres y hay terratenientes, como si fuera útil postergar este urgente proceso de dignificación ciudadana contra largas discriminaciones en un país que no ha conquistado todavía su autonomía mental, que no les ha impuesto unos mínimos contratos sociales a sus Guillermos de Orange, ni ha conquistado el orgullo nacional del que en cambio vive Inglaterra, ni ha podido modelar para cada hijo de su patria, a partir de una bárbara cosmogonía, una poética de la historia como tan admirablemente lo hizo Shakespeare hace cinco siglos. Aquí hay profesores que vieron al país en una tregua de civilidad hace treinta años y han decidido negar esta larga cadena de guerras no resueltas y de conflictos que comprometen las más hondas dificultades de convivencia, pensando que nuestros problemas son los de una democracia europea.
Pero hay algunas cosas nuevas en la guerra actual. Desde la Conquista no se sentía que nuestra historia, es decir, nuestra guerra, estuviera tan conectada con los grandes asuntos contemporáneos. La conquista de América fue un gran hecho histórico universal, como lo fue la época de la Independencia, que puso estatuas de Bolívar en el parque Central de Manhattan, junto al puente Alejandro III de París y en las plazas de El Cairo. Pero desde entonces nuestra historia estuvo marcada por un sentimiento de marginalidad y de ausencia. Y como ni siquiera nos acordábamos de nosotros mismos, no podíamos censurar el que el mundo no se acordara de nosotros. Todas esas cosas que otros tomaban de nuestro suelo ni siquiera tenían denominación de origen, sello de procedencia. Pero Colombia ha vuelto a estar en el ojo del huracán del mundo contemporáneo. En más de un sentido hemos dejado de ser periferia, aunque no sepamos responder con claridad qué tipo de centro somos. El de la droga es un gran problema mundial y responde a hondas inquietudes de la civilización, aunque todavía se lo esté tratando como un trivial asunto de policía. Pero muy pronto se abrirá camino en el mundo un debate serio sobre el sentido profundo de esta crisis de la cultura, y nosotros tendremos que ser protagonistas de ese debate. Otro gran tema de nuestra realidad presente es el del tráfico de armas y el terrorismo. En todo el mundo el terrorismo nace de la falta de diálogos culturales, de choques entre fanatismos e intolerancias, de las centrífugas de la exclusión. No menos importante es el tema de la biodiversidad, de la conservación de los recursos naturales, de un replanteamiento del sentido de la naturaleza para la especie humana, de las demandas de agua y de oxígeno que nos plantea el futuro, y no ignoramos que también en ese aspecto tendremos cosas que decir. Hoy el mundo vive las consecuencias de un choque entre la sociedad industrial y el universo natural, y una de sus consecuencias es la amenaza de un colapso ecológico. En el centro de nuestros conflictos está también el tema del mestizaje, el tema de la valoración de las culturas nativas y la vigencia de sus mitologías frente a la defensa de la naturaleza. Tal vez no hay un solo tema crucial de la sociedad contemporánea que no tenga vigencia y expresión en Colombia, y podemos añadir que no los estamos viviendo como temas de reflexión y de debate sino como urgentes conflictos de nuestra vida práctica, lo cual nos impone la búsqueda de soluciones y de respuestas: el tema de la diversidad étnica y geográfica, el tema del desarrollo desigual del campo y la ciudad, el tema de la urbanización acelerada con todos los conflictos sociales que genera, el tema de la pérdida de tradiciones y de su improvisada sustitución por modas, el tema del debate religioso entre formalidad y ética, el auge tardío entre nosotros de la reforma protestante, la actitud de los jóvenes sin horizonte enfrentados a encrucijadas de peligro y violencia, el tema de la construcción de estados nacionales en sociedades de gran diversidad, en estas sociedades poscoloniales, deformadas por la exclusión y violentadas por la injusticia, el tema del choque entre el individualismo de la sociedad de consumo y la necesidad de sociedades coherentes, solidarias y con valores comunitarios: podemos decir que lo que está en juego en Colombia es ya lo mismo que está en juego en todo el mundo contemporáneo.

Colombia no es simplemente una sociedad en crisis, es un vasto laboratorio de los conflictos de la época y de sus soluciones. Y todos ellos ponen como una prioridad el deber de un país de asumir su modernidad, de comprender que es ya uno de los nuevos centros de la esfera, porque ahora el centro está en todas partes, como querían Giordano Bruno y Pascal. Comprender que sin un cambio radical de actitud, que le permita a cada ciudadano darse cuenta de cuántas cosas esenciales, apasionantes y nuevas se están jugando en su tierra, cuántas respuestas urgentes para el futuro se están formulando en las encrucijadas del conflicto, no será posible superar una larga historia de discordia social y de debilidad nacional resuelta siempre en guerras alrededor de cada mina de oro, de cada árbol de caucho y de cada planta de coca. Así, el país de las guerras antiguas, de las guerras coloniales, de las guerras de aldea, de los conflictos tribales y medievales, se ve de pronto asediado por la más moderna de las guerras, y está en la obligación de interrogar profundamente la realidad en que esa guerra está inscrita. Decidir si seguirá subordinando su destino a la satisfacción de las necesidades, de los deseos y de los vicios de los habitantes de las viejas metrópolis; decidir si seguirá sacrificando su orgullo y su respeto por sí mismo a la interpretación y la valoración que otros hagan de su destino; decidir si va a sacrificar su naturaleza a unas pautas de desarrollo que ya han mostrado en otras regiones del mundo su fracaso; decidir si va a asumir sus saberes y sus conocimientos con firmeza y con dignidad.

Hasta finales del siglo XV, los habitantes de esta tierra llevaban el oro en sus cascos de guerra y como un ornamento sagrado sobre sus cuerpos, y el oro era la condensación mágica de la luz del sol. Mascaban con cal las hojas de coca que llevaban en sus poporos, y gozaban de una suerte de alimento místico lleno de propiedades. Cubrían sus cuerpos de perlas y así los vio por primera vez Colón con su catalejo: hombres con sartas de perlas en los cuellos, los brazos y las piernas, que remaban en largas canoas sobre el mar espumoso. Hacían pelotas de caucho para practicar un juego en el que no podían utilizarse los brazos. Todo lo que amaban y lo que producían era para ellos, y era para todos ellos. Y se sabían en el centro del mundo, y crearon un universo de mitos y de símbolos nacido de una relación profunda con su propia realidad. Yo diría que nuestros antepasados eran universales y que nosotros somos aldeanos. O mejor aún, que nuestros antepasados eran aldeanos que asumían una responsabilidad universal y que nosotros somos universales pero ni siquiera asumimos la responsabilidad de la aldea. Los aztecas demolían sus templos si advertían que no se ajustaban a las pautas astronómicas correctas. Estaban en el universo y nosotros escasamente estamos en el barrio. Los bárbaros de la Conquista y los civilizadores de la Independencia recorrían a caballo todo el continente; hoy no podemos ir de una ciudad a otra, estamos más encerrados que nunca y sólo se van los que no pueden regresar. Nuestro mundo parece más amplio, pero no somos capaces de entender a nuestros vecinos. Tal vez las guerras también se deban a eso, y en la transformación de nuestro destino no todo dependa de las negociaciones políticas y de las constituciones; tal vez llegue a tener algún peso la mirada que arrojamos sobre nosotros mismos, el pequeño pero hondamente significativo giro de dejar de sentirnos en la periferia y en un tiempo rezagado, de empezar a sentirnos en el misterioso y apasionante centro del mundo, en el urgente y decisivo corazón de la historia.


Fuente: Revista Número