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El fuego en la nieve

Publie le Domingo 6 de febrero de 2005 par Open-Publishing

Los suizos son racionalistas y no pioneros delirantes como nosotros: por eso sus ciudades están en las llanuras y no en las crestas de la cordillera.

Por William Ospina



HACE UNOS AÑOS, VOLANDO entre Frankfurt y Venecia, vi un escenario fantástico. Un lago al lado de una montaña inmensa y, entre los dos, una aldea extendida por la orilla del lago. Traté de imaginar cómo se vería en tierra, y me pareció la estampa clásica de las historias románticas, un paisaje pintoresco en el sentido original del término: que merece ser pintado. Más allá se extendían centenares de cumbres blancas, cordilleras de hielo.

Esta semana, en Zurich, traté de averiguar qué paraje era aquel, y empezaron a aparecer las versiones: podía ser Como, en tierras de Italia; podía ser una aldea en el país de los gotardos; Suiza parece estar llena de paisajes semejantes y eso hace más difícil encontrar al verdadero, ya que ninguno parecía ser exactamente el que yo recordaba: la pendiente monumental de la montana sobre el pueblo pequeño frente al lago. Todavía me quedan unos días para encontrarlo.

Una primera diferencia entre los Alpes y los Andes colombianos es el clima. Nuestras montañas, aunque más altas, son casi iguales todo el año, en tanto que aquí todo cambia sin fin, desde el verdor de los veranos hasta la blancura total del invierno. En estos momentos Suiza es un país blanco, con sus casitas de cuento de hadas hundidas en la nieve, y sus ciudades de juguete con campanarios muy agudos congeladas en el paisaje.

Pero los suizos son racionalistas y no pioneros delirantes como nosotros: por eso sus ciudades están en las llanuras y no en las crestas de la cordillera. No es fácil encontrar aquí desafíos a la naturaleza y a la imaginación como Manizales en Colombia o La Paz en Bolivia. Por estos paisajes de Brueghel hemos venido a asistir a la apertura de la exposición de arte joven colombiano que organiza Daros Latinamerika.

LOS ENSAMBLES HERMÉTICOS de Doris Salcedo, que nos enfrentan a nuestra impotencia social y que parecen contener siempre un grito; los actos profanos y desafiantes de Rosemberg Sandoval; las sinfonías perturbadoras de Oswaldo Macía, hechas con gritos de animales o con llantos humanos; los herbarios lóbregos de Juan Manuel Echavarría, con su flora de vértebras y astrágalos; las guirnaldas de simetría y muerte de María Fernanda Cardoso, áridas coronas de salamandras, secos ríos de pirañas, llanos de huesos, deletéreas esferas de moscas; y finalmente los rostros evanescentes de Óscar Muñoz, que eternamente nacen y se esfuman en desagües y espejos, que se pintan con agua y se evaporan sin fin sobre el pavimento caliente.

La Suiza blanca, la Suiza neutra, la Suiza llena de secretos arduos como sus montañas; la Suiza del orden y de la mesura, la Suiza que domestica y mide el tiempo en las ruedas dentadas de sus relojes, la Suiza que convierte en lingotes el oro y el chocolate, la Suiza de quesos fundidos y de cumbres nevadas, parece sólo sobriedad pero está llena de pasiones. Eso es lo que nos dicen siempre su pensamiento y sus artes.

UNA PRIMERA DIFERENCIA ENTRE LOS ALPES Y LOS ANDES COLOMBIANOS ES EL CLIMA.

Es el país de Kepler, estudioso de la música de las esferas, descubridor de las órbitas elípticas, rastreador de la velocidad de los planetas, que descubrió que el firmamento no es un paisaje inmóvil sino un escenario de vastos acontecimientos; es el país de Le Corbusier, liberador del diseño de las fachadas y de los interiores arquitectónicos, que los bendijo de luz exterior; es el país de Alberto Giacometti, dibujante de cosas presentidas, hacedor de fantasmas de bronce y escultor de miradas; el país de Philip Jacottet, el sobrio poeta, aún viviente, que escribió que no somos dueños ni siquiera del oro hermoso de las hojas podridas; el país de Calvino, que abominó del lujo y de la ostentación de la Iglesia de Roma, que llenó de simplicidad los templos y dejó sólo la oración entre Dios y los hombres, que predicó y gobernó, y quemó herejes y autorizó los préstamos con interés; y sobre todo es el país de Juan Jacobo Rousseau, ante cuya casa natal en Ginebra alguien exclama: "En esta casa nacieron el Romanticismo y la Revolución francesa", y alguien responde: "Dos tempestades que viven todavía".

CON ALFREDO MOLANO hemos emprendido otra vez un viaje por los Alpes. Hace cinco años, desde las llanuras de Italia, después de visitar en Casarsa la tumba de Pier Paolo Pasolini, entre los maizales y las viñas friulanas, remontamos los Alpes Dolomitas para asistir a un concierto de rock en los riscos, bajo un aguacero torrencial, y después cantamos tangos del colombiano Carlos Gardel en una posada de las montañas. Ahora vamos en un tren por la nieve, ante las silenciosas aldeas, para visitar a otro colombiano, Javier Otárola, que reposa en el cementerio de Ginebra, a diez metros de la tumba de Calvino.

El frío penetra a través de los guantes y entumece los dedos. El mundo es blanco y blanco. El aire de las fuentes parece congelarse en el viento. En el lago de Ginebra flotan placas de hielo, las lanchas ancladas junto al puente tienen costras de hielo en la cubierta y en los guindastes translúcidos.

EL CEMENTERIO ESTÁ CUBIERTO DE NIEVE. Avanzamos pálidos y helados, pero aquí está la tumba, y en su piedra pagana la inscripción del amor: "De Ulrika, para Javier Otárola". Hay muy pocos muertos en este cementerio, y todos son demasiado ilustres. Entonces miramos el reverso de la losa fúnebre. Aquí yace, bajo la nieve de su adolescencia, iluminado por una única rosa amarilla que alguien debió dejarle ayer o esta mañana, bajo las dos abstractas fechas que él siempre intentó en vano adivinar (1899-1986), el argentino, el ginebrino Jorge Luis Borges. Y con un grupo de amigos que nos brindan su calidez desde el frío del exilio, dejamos sobre la tumba del poeta el testimonio de que su voz no ha muerto:

Hay, entre todas tus memorias, una / que se ha perdido irreparablemente, / no te verán bajar a aquella fuente / ni el blanco sol ni la amarilla luna. // Y el incesante Ródano, y el lago, / todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino, / tan perdido estará como Cartago, / que con fuego y con sal borró el latino. // Creo en el alba oír un atareado / rumor de multitudes que se alejan. / Son lo que me ha querido y olvidado: / espacio y tiempo y Borges ya me dejan.

HAY MUY POCOS MUERTOS EN ESTE CEMENTERIO, Y TODOS SON DEMASIADO ILUSTRES.