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La última desilusión

Publie le Martes 18 de abril de 2006 par Open-Publishing
4 comentarios

por Rosana Lecay (1)

A Diego Minor Lecay, porque mientras rodaban lágrimas de desengaño en tus mejillas dejaste la primera parte de tu infancia en mis brazos...

“La mayoría de los niños sospechamos la verdad sobre Santa Claus, pero nos hacemos güeyes un par de años, por conveniencia”. Me lo dijo Ale, amiga y compañera de trabajo, mientras conversábamos sobre los preparativos de la última Navidad.
Esta afirmación se aplicaba perfectamente al comportamiento de Diego. Con sus casi once años se muestra al mundo seguro, desafiante, provocador. Nada parece detener su energía para enfrentar los problemas que la vida le pone delante. Con una sonrisa se pone a sus maestros en el bolsillo y se encoge de hombros cuando aparece el maldito cinco en conducta. “Es que la maestra la trae contra mí”, dice, mientras promete mejorar la conducta para el próximo período y me hace notar las buenas calificaciones en el resto del boletín.
Con una pelota en los pies se siente el heredero de Maradona y afirma ser el punk más fan de Blink 182, grupo musical con el que tapiza las paredes de su cuarto.
Quien diría que ese niño de gorra ladeada, pantalones camuflajeados, dedos veloces para los videojuegos y aspirante a ser un profesional del gotcha, creería ciegamente en la existencia de Santa Claus.
“Dime la verdad, ¿Santa son tú y papá?, me interrogó, en medio del calor del abril mexicano. Esquivé su mirada, cambié de tema, pero insistía.
Rasqué en el hueco de la pedagogía que jamás estudié, de la psicología infantil que desconozco, y traté de recordar las enseñanzas del libro de inteligencia emocional que alguna vez leí. Su hermano mayor, a edad más temprana que él, sospechó la verdad y me afirmó un día la inexistencia del gordo de rojo, sin que le causara ningún trauma. Pero Diego se aferraba.
Lloró en mis brazos y supe que iba dejando una parte de su infancia, y me sentí desgarradoramente culpable de haber mantenido ese secreto. Una verdadera iconoclasta. Pero con once ya cumplidos no podía continuar el engaño.
Entonces, sabiéndolo ahora un poco más adulto, reflexionamos sobre el personaje central de la Navidad, al que por el afán consumista, solemos dejar en segundo plano.
Hablamos de las cosas tan cotidianas que nos hacen privilegiados: agua, luz, gas, un hogar propio, alimentos, escuela, automóvil, algunas diversiones y viajes. Entonces, empezó a tomar conciencia, como un adulto, de lo afortunado que es con respecto a otros niños que deben hacer largas filas con sus padres para obtener sólo un pedazo de pan.
En la insipiente adultez de ese niño, que aún tenía las mejillas mojadas y mocos en la nariz por la perdida de una ilusión, avizoré al hombre con empatía y sensibilidad social para actuar en favor de los demás, y por eso, me atreví a hablarle de la crueldad del trabajo infantil, de los niños sin hogar, de los niños maltratados y explotados, injusticias que las leyes del mercado no pudieron corregir. Hablé de esos niños, tan de todos y tan de nadie, que ni siquiera tuvieron la ilusión de una Navidad, por que sus vidas transcurren impalpables para sus gobiernos. Hablamos de los niños de la guerra, de los niños de la enfermedad, de los que no pueden asistir a escuela.
Le dije, aprovechando la sensatez de sus ojos ya más adultos, que si la situación económica no había sido buena para nosotros desde hacía tiempo, era mucho peor para millones de niños maltratados, humillados y excluidos, y que juntos debíamos trabajar, como lo hemos hecho, para que, en la medida de nuestras posibilidades pudiéramos disminuir esas injusticias y aportar nuestro esfuerzo para construir un mundo mejor para todos.
Mientras sus ojitos ya sin lágrimas me miraban, le dije que esperaba que esta fuera la última desilusión que yo le comunicara.
Me abrazó muy fuerte y caminó resuelto hacia la puerta de mi cuarto, donde habíamos conversado.
Giró sobre sí mismo, y con esa reciente adultez adquirida me dijo: “Gracias mamá, soy muy feliz”. Y se fue a jugar, con el mismo desparpajo de siempre.
Yo me quedé llorando...

(1) Investigadora de la Fundación para la Cultura del Maestro, A.C. (rlecay@maestros.org.mx; rlecay@prodigy.net.mx)

Mensajes

  • Crecer es duro, pero se supera. Siempre es bueno tener unos brazos dónde llorar las pérdidas. ´
    Felicidades.
    Matías Orozco P.

  • En la medida que uno va creciendo, va encontrando cada vez más obstáculos en la vida; esta situación que vivió Diego, pareciera ser una primera piedra en el camino; la vida está llena de retos que el ser humano debe ir superando paulatinamente; este es el "leit motiv", que permite alcanzar el éxito. Si todo fuera llano y sin problemas que sentido tendría vivir. El éxito radica precisamente en lograr vencer los obstáculos. Bien por Diego, ojalá que a todas las situaciones que se nos presenten, les encontraramos una solución amigable. Felicidades. Roberto Avalos Aguilar.

  • Hay Rosana, qué bueno que no sabes nada de psicología infantil, respondiste a Diego como una mujer-madre fenomenal. Felicidades Jatzibe

  • Lecay, estas gruesa, ojalá todas las mamás tengan la sensatez para hablarles así a sus hijos sobre las injusticias de la vida, pero sobre todo... ojalá las mamás tuvieran los ojos para ver todas las cualidades y defectos en sus hijos como tú lo haces, lo cual los hace prepararse mejor para la vida.

    Bien por tí!!!