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"Para que el principio de no regresión social esté en el centro de los tratados"
Publie le Miércoles 20 de mayo de 2009 par Open-PublishingPor Christophe Ramaux, economista, profesor titular de la Universidad Paris I
El liberalismo propone un Estado mínimo centrado en las funciones regalianas. El neoliberalismo propone una determinada intervención política para imponer el mercado. La distinción es importante para comprender bien las apuestas europeas. Desde el principio, los neoliberales han instrumentalizado Europa para construir una verdadera maquina de guerra contra el Estado social. El libro de François Denord y André Schwartz “L´Europe social n´aura pas lieu” (Editions Raisons d´agir) explica claramente este proyecto: puesto que la soberanía popular a nivel nacional lo impide, es necesario eludir este nivel para imponer, desde fuera, las “buenas reglas”.
En muchos aspectos, este proyecto ha sido conseguido. El Tratado de Roma enalteció, de entrada, la competencia como objetivo máximo. Y las instituciones europeas son, primero de todo, un muy temible apoyo para imponer los preceptos liberales. Es lo que permite, de paso, comprender el frenesí alucinante, en los detalles, de los tratados: imponen a los gobiernos reglas estrictas, para impedir toda veleidad de autonomía. El bloqueo, al final, es completo. La competitividad es lo principal, el resto está sometido a ella: las políticas monetarias y presupuestarias, los servicios económicos de interés general (SIEG), la política de empleo, etc. Sin duda algunas particularidades son admitidas, pero son claramente planteadas como excepciones a la regla máxima de la libre competencia. Las instituciones europeas establecen el dirigismo liberal, y, en esta expresión, la palabra dirigismo es importante. Se trata claramente de imponer, contra la democracia, las reglas liberales.
Los neoliberales lo han comprendido: a escala europea, y todavía más a escala mundial (de allí su elogio constante de la globalización) el poder del pueblo es, por construcción, frágil, tenue. No existe ni lengua europea, y la lengua es vital para la democracia (¿si no cómo debatir?), ni se puede hablar propiamente de un pueblo europeo. Reforzar el poder del parlamento europeo puede ser útil, aunque a menudo conviene pensárselo mucho (no sin motivo los sindicalistas escandinavos están interesados a la unanimidad del Consejo en materia social). Todo esto no creará una República europea. Ahora bien es la Republica la que hace ciudadanos. Tomar la democracia como norte y guía, y aceptar el hecho testarudo de que ésta se ejerce y que mañana se seguirá ejerciendo principalmente en el marco nacional, no significa que haya que renunciar a Europa.
Frente a la crisis, son los Estados quienes recapitalizan los bancos y adoptan planes de relanzamiento (excesivamente tímidos además, especialmente en Francia). Las aportaciones propias de la Unión no existen: los 30 mil millones de euros anunciados son gastos ya previstos. Los tratados dejan mal parada a la Unión ya que prohíben todo déficit y toda posibilidad de préstamos. Se puede, en cambio, proponer un plan de relanzamiento del 2 % del PIB europeo financiado con un préstamo de la Unión. Ocurre que esto último no puede esperarse demasiado: el presupuesto que sólo puede ser modificado con la unanimidad de los 27, sólo representa el 1 % del PIB europeo y menos de la mitad del presupuesto del Estado francés (sin contar los gastos de las colectividades locales y de la Seguridad social).
Todo lo dicho sirve para la política social. La exigencia de un salario mínimo igual al menos del 60 % del salario medio de cada país es una muy buena idea. Conviene, igualmente, exigir que la “convergencia por arriba” y el “principio de no regresión social” estén en el centro de los tratados y del derecho europeo, en lugar del principio de competencia. Y que la base de derechos sociales permanezca siendo nacional. Si fuera de golpe europea, como preconiza la patronal, esto se traduciría, y no podría ser de otra forma, habida cuenta las desigualdades de desarrollo entre los 27, en una formidable regresión para la mayor parte de los trabajadores.